14 de abril de 2001.
Cuanto más cerca estaba de la verdad, más lejos le parecía que se encontraba.
Eran las seis y media de la mañana y el inspector Carranza hablaba por teléfono con Sánchez, café en mano:
—Si hoy aparece otra monja muerta como los últimos años, nos podemos dar por jodidos.
—…
—¿Pero qué pretende el comisario? ¡Es imposible tener vigilados todos los conventos de España, joder!
—…
Colgó bruscamente y se frotó las sienes, ya le dolía la cabeza. Repasó mentalmente las pruebas que, se sabía de memoria: cada 14 de abril, el día de la República; una monja envenenada y apuñalada con saña post mortem en una ciudad distinta; la desaparición de los rosarios de las víctimas y las migajas en las escenas de los crímenes. Todo apuntaba a la venganza de un rojo, pero realmente, no tenían nada.
Cuando Pilar entró en la cocina, Carranza la miró con ojitos. Era comercial de productos de belleza y, a sus cincuenta y ocho años, su mujer seguía siendo preciosa. Se besaron.
—Buenos días, ¿has descansado? —le preguntó.
Pablo se encogió de hombros.
—¿Dónde te toca hoy?
—Salamanca —contestó con una sonrisa—. Voy a la ducha.
Y subió las escaleras con su elegancia natural. Carranza estaba feliz de que por fin hubiera salido de la depresión en la que cayó cuando su hija, se fue a vivir a los Estados Unidos.
La cabeza le estallaba, necesitaba una pastilla. Antes de subir al baño cogió la magdalena que Pilar tenía en la bolsa de su comida. Con el tema del colesterol lo llevaba a rajatabla, pero seguro que le perdonaría.
El vapor lo empañaba todo y solo podía vislumbrar la silueta de Pilar tras la mampara. Un martillo hidráulico le taladraba la cabeza y empezaba a notarse mareado. Quiso abrir el cajón de los medicamentos y por error abrió el de los potingues y maquillajes. Su mirada se fijó en la cruz del rosario que asomaba en el fondo del cajón; el corazón percutió con violencia; la voz crispada de Pilar: «Cielo, ¿qué comes?»; su mente ató cabos y se oyó decir: «Cariño, ¿pero por qué?». Cayó al suelo desorientado. Pilar, histérica y envuelta en una toalla, cogió el móvil para llamar a emergencias a la vez que acunaba a su marido contra su pecho.
—No, no, no… — sollozaba—. Esas malditas monjas tuvieron la culpa. Yo era casi una niña y no supe… Ese catorce de abril aún no había decidido ni su nombre. Me durmieron al terminar el parto y al despertar, me dijeron que mi pequeña había muerto. No me dejaron verla. No les creí nunca y a mí nadie me creyó. Lo enterré en el fondo de mi alma. Me la robaron, me la robaron…
Y mientras su esposa confesaba, la mente del inspector Carranza, no paraba de repetir que cuanto más cerca estaba de la verdad, más lejos le parecía que se encontraba.