5 FALLECIDOS
Daniel Pérez Marcos | Jacinto

Me disponía a retirarme al cuartel cuando el sargento me interceptó: «Menéndez, cagando leches para Canalejas que ha aparecido otro cuerpo». Pese a mis protestas, acabé arrastrando los pies hasta la dirección indicada.
Al entrar al apartamento, un pensamiento fugaz quiso alertarme del peligro. No conseguí cazarlo, dejándome una sensación de frustración. Resulta desesperante ser consciente de que algo no encaja en la escena y no verlo. Suena a excusa, pero llegaba exhausta después de los disturbios debidos al decreto que promulgaba la exclusión sistemática de los leprosos. Aquello los estigmatizaba aún más y, de paso, extendía la sospecha incluso hasta los pecosos. Imbéciles los gobernantes e imbéciles los ciudadanos por votar a aquellos atrasados mentales. Suspiré y me puse manos a la obra.
El fallecido llevaba tres semanas en el edificio. El veredicto de los vecinos interrogados hasta el momento era unánime: un alma depravada, igual que sus dos predecesores. Tras la muerte de Jacinto, el del quinto, aquel apartamento había caído en desgracia. Tres inquilinos he habían suicidado en el último año. Ninguno había durado más de dos meses en el vecindario. ¿Qué tenía aquel apartamento para que sus ocupantes renunciaran a sus vidas? Cierto que el edificio y sus habitantes tenían un aire decadente, pero, sinceramente, en aquella Barcelona de principios de siglo, había agujeros mucho más deprimentes.
Más allá de los suicidios en sí, lo extraño era que los fallecidos compartían una característica inusual: todos habían aparecido con la piel abrasada, frotada a destajo con un estropajo de metal, de esos que se usan para quitar el óxido de las paelleras de hierro. Tanta similitud hacía la teoría del suicidio recurrente harto inverosímil. La escena, sin embargo, indicaba otra cosa. Sobre el reborde de la bañera descansaba la esponja ensangrentada. A su lado, una botella vacía de güisqui, el único anestesiante capaz de proporcionar el valor necesario para infligirse tal castigo.
Metí la mano en el agua. Aunque la rigidez del cuerpo revelaba que la muerte se remontaba a varias horas, la saqué en un acto reflejo para no escaldármela. El ambiente era sofocante. Los azulejos blancos de aquel cuarto de baño aún emanaban un inmundo vaho de sufrimiento.
Un sufrimiento que no parecía afectar al vecindario. Ninguna de las personas interrogadas parecía escandalizada. Es más, conforme fui terminando con ellas, cada una siguió con su rutina: los hombres echaron a andar con sus útiles de trabajo al hombro y las mujeres regresaron a sus quehaceres. Fue al levantar el cuerpo, cuando el forense me hizo una observación: debajo de las axilas el finado poseía unos sarpullidos rojos cubiertos por escamas blancas. «Este tipo tenía psoriasis». Al ver mi cara de póquer se vio obligado a aclarar: «Es una enfermedad de la piel; en personas gravemente afectadas, recuerda a la del lagarto. No es contagiosa, pero algunos aún la confunden con la lepra».
Clic. El pensamiento fugaz volvió para quedarse. Miré atónita al forense. El gesto me delató. Demasiado tarde. No tuvimos tiempo de girarnos.