A ÉL NO LE GUSTA EL DESORDEN
DIEGO FERNANDO HERNÁNDEZ GÓMEZ | DIEGO ALCUDIA

Arramblaba con todo, mientras gritaba: <<¿Dónde has puesto mis putas pastillas? No soporto que controles mi vida. Piensas que puedes dirigirlo todo, a tu antojo. Esta vez no...>>.

Golpeaba cuadros, muebles… como una posesa, trataba de hacerlo cada vez más fuerte para que el dolor del siguiente puñetazo disimulara el del anterior. Jarrones contra el suelo cuyo estruendo amortiguaba su propio vocerío. Sin ropa en los cajones, esparcida por toda la habitación. Calzoncillos, camisetas, corbatas…… Sacó los cajones de sus anclajes y los estrelló contra el suelo. Todo destruido. Así lo quería ver. No soportaba la perfección de aquel imbécil que le reprochaba constantemente su tendencia al desorden.

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Cristales, portarretratos rotos, camisas destrozadas por el suelo, colonia masculina derramada inmisericordemente…… Trozos de una carta de despido. Solo quedaba espacio para la desolación. Diez minutos. Se puede destruir una habitación, todo el mobiliario, una vida, en diez minutos.

—¡Que se joda! ¿Por qué este cabrón me ha escondido las putas pastillas? No entiendo qué piensa que voy a hacer con ellas— decía por momentos para sí.

<>. Aullaba en el delirio de sus pensamientos, mientras buscaba debajo del armario, de la cama, detrás del espejo… Tampoco encontraba su pistola reglamentaria, ni sus balas, ni su placa……

Acurrucada en un rincón, algo más tranquila, no prestaba atención a los numerosos cortes que poblaban su cuerpo. Al pasarse las mangas por la cara para enjugarse las lágrimas, había deslustrado su rostro con manchas de sangre, ya seca. Poco le importaba su aspecto fantasmagórico. Solo quería tranquilizarse. Aquello no le venía bien. Nunca le vendría bien. Un subidón de adrenalina que hacía que perdiera los papeles, para después arrepentirse. Con todo destrozado.

—¿Dónde están mis cosas?— languidecía entre gritos que se convertían progresivamente en sollozos.

Pausadamente recobraba el juicio, la percepción de la realidad. La serenidad volvía a apoderarse de ella, y sus pensamientos se volvían más reales y dramáticos: <<¿Por qué te interpusiste? Aquello no era contigo...… era conmigo. Sólo quería descansar. Unos ojos maternos clavados en los míos, desconcertados, interrogantes, siguen despertándome todas las noches. No lo soporto más. Tuve otras opciones y disparé a un niño. Tuviste que aparecer de la nada para evitar que alcanzara la paz pegándome un tiro...… —Ahora, asume las consecuencias. Así aprenderás a no forcejear con una suicida. Ambos enterrados. Yo en vida. ¿Qué has conseguido con tu acto de heroicidad?— se replicaba, envalentonada. Al percatarse de los manojos de pelo entre sus manos, un llanto incontrolable era siempre la antesala de un estadio de paz. Debería recogerlo todo. A él no le gusta el desorden.