A las doce en punto
IBAI GRANADILLA RUBIO | IbaiGranadilla

Imagínate la situación. Una calle oscura. El reloj de tu pulsera marca las doce en punto de la noche. Sabes que es tarde, que ya deberías estar en casa, pero, por algún motivo, vagas por las solitarias calles de tu barrio. Un barrio casi fantasma a esas horas de la noche. De hecho, un barrio casi nunca frecuentado.
Un silbido espantosamente tétrico acompaña tus pasos…

Al día siguiente apareces muerto. Así, sin previo aviso, sin que nadie haya visto nada más que tu cadáver a los primeros rayos de sol de la mañana y, ya para entonces, bastante tarde como para diferenciar tus restos de los de una bolsa de basura desparramada contra un contenedor abierto.

El detective John Dameht sólo frotaba su cabeza una vez más con la palma de sus manos, deslizándolas por su cara. No había nada salvo muchas preguntas y pocas respuestas. Nadie había visto nada. Nadie sabía nada. Nadie quería decir nada. Sin embargo, todo el mundo quería respuestas.
Era la duodécima vez que la madre del joven venía por la oficina, o quizás la undécima. No lo sé. Sólo venía apenada una vez más en busca de las respuestas que la policía no lo pudo dar y que, a diferencia de él, se habían cansado de buscarlas.

Era el undécimo caso similar que ocurría en este año. Algo inaudito. Once asesinatos en casi doce meses. Un asesinato por mes.
Todos prácticamente inconexos. Era casi imposible señalar con un dedo asegurando que fueron obra del mismo lunático que hizo los crímenes anteriores, excepto por una pequeña cosa: todos fueron realizados el doce de cada mes a las doce en punto de la noche.
Una afirmación tan solemne debe ser bien contrastada, pero, lamentándolo mucho, es solo una teoría. Todos los cadáveres aparecen el día trece a la mañana. Todos asesinados el día doce. Pero la hora… La hora es solo una teoría.

La botella acristalada de whisky reflejaba los pequeños destellos de la luz la luna. John solo se levantaba después de doce horas sentado en el mismo sitio y, créeme que lo llevaba haciendo pues la botella es capaz de asegurarlo.
Agarró su gabardina marrón estropeada, dejando desnudo al perchero del habitáculo. Su sombrero bailó entre sus manos hasta posarse en la cabeza, encendió su mechero a la par que sacó un cigarrillo de la marca TwelveSmoke, ajustó la hora de su reloj y… Se paró en seco.
Las manecillas del reloj de pulsera corroido giran hacia la izquierda.

Tic, tac. Un segundo detrás de otro. Tic, tac. Descubrió que alguien había manipulado su reloj. John Dameht lo sabía. Lo acaba de descubrir. Me acaba de descubrir. Pero ya es muy tarde para pararme.

Marca la una y dos minutos de la mañana, del doce de diciembre.

Y a las 12 en punto, doy una calada de satisfacción al cigarrillo. Abro la puerta de la oficina del detective y salgo silbando la más tétrica y espantosa melodía que uno pudiera imaginarse…