A MESA PUESTA
SANTIAGO EXIMENO HERNAMPÉREZ | Señor Redondo

—Lo entiendo, inspector —dice el señor Picaña mientras me sirve otra copa de vino—. La fama me precede.
Yo asiento y me llevo a la boca otro trozo de carne. En el restaurante solo estamos él y yo. Y sus sicarios, claro, repartidos aquí y allá, entre las mesas, exhibiendo sus armas, murmurando entre ellos. Bebo un poco de vino. Suspiro.
—Lo cierto es que todo apunta a que ha sido usted —digo.
El señor Picaña se encoge de hombros, me muestra la palma de las manos en un gesto estudiado.
—¿Y qué quiere que le diga? Ha llegado usted a mesa puesta. Le he invitado a un buen solomillo con un vino que cuesta más que su sueldo del mes. Le he abierto las puertas del restaurante a sus hombres para que lo revuelvan todo. ¿Y qué han encontrado?
Apoya los codos sobre la mesa, junta las manos y deja descansar la barbilla sobre ellas. Me mira en silencio. Sabe que, más allá de lo que nos han dicho nuestros informadores, testigos casuales no del todo de fiar, no tenemos nada.
—Nada —confirmo—. Ni rastro del señor Redondo.
—¡Así es! Ni rastro. ¿Por qué tendría que haber sido yo el responsable de su desaparición?
Mastico otro trozo de carne. Delicioso. El señor Picaña me sonríe, rellena de nuevo mi copa de vino. Uno de mis hombres sale de la cocina negando con la cabeza. Le indico con un gesto que salga. Que salgan todos. No hay mucho más que podamos hacer aquí.
—Bueno, todos sabemos lo que pretendía el señor Redondo. Apropiarse de un negocio que no era el suyo.
—Señor inspector, por favor, todos mis negocios son perfectamente legales —dice el señor Picaña, y me guiña un ojo—. Al menos eso dice mi abogado. Si ese hombre se estaba metiendo en algún lío, no es cosa mía.
Bebo un poco más de vino.
—Lo que nos han dicho es que había entrado aquí. Esta misma mañana. Y no por voluntad propia.
El señor Picaña me contempla unos segundos con los ojos entrecerrados.
—Quizá, y solo digo que quizá, señor inspector, sus testigos estén completamente equivocados. ¿En serio piensa que traería a mi restaurante a un tipo así?
—No lo sé —digo.
—Ya —dice él—. Ya le digo yo que no. Si, digamos, hipotéticamente, me hubiera querido deshacer de ese hombre, se me ocurren lugares mucho mejores para hacerlo que mi restaurante, ¿no cree?
Me limpio la boca con la servilleta y, derrotado, asiento. No hay mucho más que decir. Me levanto, no sin antes dar un último trago al vino. No debería beber de servicio, pero sé que no probaré otro como este en toda mi vida.
—En fin, me marcho. Muchas gracias por la comida —digo.
El señor Picaña permanece sentado, me sonríe.
—Espero que haya disfrutado de la carne tanto como nosotros —dice.
Y con esa frase danzando en mi cabeza, salgo del restaurante.