A mi madre le encantaban las velas
María Antonio Nido | María A.N.

Una vela estaba colocada suavemente sobre el pecho del chico. En perfecto equilibrio. Algo fuera de lugar en la escena de un crimen, iluminando tenebrosamente las paredes, llenas de sombras oscuras y retorcidas.
Era el tercer chico que encontrábamos en estas circunstancias. Siempre eran chicos jóvenes, apuestos, bien vestidos, y los tres habían aparecido de la misma forma. Tumbados en su cama, con una vela que aún estaba encendida cuando llegamos nosotros.
De repente, un ruido cercano llamó la atención de los inspectores y forenses que comenzaban a realizar fotografías del cuerpo. Llevé mi mano a la pistola en mi cadera y avancé hacia la procedencia del sonido en un armario, todos mis sentidos en alerta.
Abrí la puerta.
Una niña me devolvió la mirada con sus grandes ojos oscuros, llenos de miedo. Me volví hacia la habitación mientras unos compañeros la sacaban e intentaban hablar con ella. No vi fotos en la habitación que pudieran determinar que era la hija del fallecido, así que me volví hacia ella, examinándola. Comparándola con la víctima, pude comprobar que compartían la misma nariz y el mismo pelo, por lo que confirmé que serían familia. Qué descuido por parte del asesino, esa niña sería muy útil para encontrarle.
De pronto, uno de sus temblorosos dedos regordetes me señaló lleno de terror, haciendo que todas las miradas en la habitación se volvieran hacia mí.
Pero, ¿quién iba a sospechar de la hija del comisario? Siempre había sido una inspectora impecable, no se me escapaba ningún delincuente, sobre todo cuando de asesinos se trataba. Me acerqué a la pequeña y me agaché para ponerme a su altura. ¿Qué habrían visto aquellos inocentes ojos esa noche?
Volviendo a la oficina, los recuerdos me asaltaron. La vívida imagen de cómo aquel hombre me había acosado la noche anterior en un bar. Cómo, tras varios intentos por librarme amablemente de él, me había intentado forzar. No hubo perdón tras eso, le seduje y le llevé a su propia casa para su terrible final. No soportaba a la gente como él, por lo que lo mejor era eliminarlos, y quien mejor que yo, una mano de la justicia.
Sin embargo, nadie más que yo podía recordar lo que había pasado, era tan experta en borrar mis huellas, como en encontrar cualquiera en una escena de un crimen. Sabía dónde buscar y por tanto, sabía dejar una habitación perfectamente limpia.
Me llamaron a la sala de interrogatorios, donde me esperaba la niña.
Pero en ese interrogatorio no se intercambiaron palabras.
Me enseñaron una cámara de juguete.
Varias imágenes se desperdigaron sobre la mesa.
De mala calidad pero suficiente para identificarme con un cuchillo apuñalando al que había sido su padre, y con unas cerillas encendiendo una vela sobre su cuerpo inerte. La niña había hecho un reportaje del asesinato.
Yo también había fotografiado un día el asesinato de mi propia madre.
El comisario me miró.
Él se había encargado de eliminar sus propias fotografías cuando mató a su esposa.
La había violado entre un montón de velas encendidas.
Solo yo fui testigo, como ahora era la niña.