Cuando aquella mujer llegó a la comisaría a denunciar la desaparición de su pistola, a la que tenía derecho por su condición de tiradora federada, el detective Álvarez no dudó un instante en relacionar ambos casos.
Y es que apenas habían transcurrido un par de días desde el misterioso asesinato de una extranjera octogenaria que vivía sola en la ciudad colindante, lugar tranquilo donde los mayores crímenes eran fiscales o de tráfico. A esta impactante historia le sucedió el incendio de un coche en pleno centro de la ciudad horas después y que coincidía con la descripción del testigo que descubrió el cadáver: el fontanero que vio salir un vehículo de la casa con dos pasajeros a los que no pudo reconocer.
Tras una rápida comprobación, Álvarez confirmó que el arma que reclamaba la mujer coincidía con el calibre de las balas que atravesaron hasta tres veces la espalda, pierna y hombro de la víctima. Por ello, durante los segundos que tardó Álvarez en leerle sus derechos, la mujer pasó de denunciante a acusada, saliendo horas después de la sala de interrogatorios esposada y cabizbaja. Aunque carecía de antecedentes penales y no tenía relación aparente con la viuda británica asesinada, su confesión fue más que suficiente para detenerla. El móvil del crimen parecía sin embargo difícil de deducir a simple vista, pero una sencilla investigación arrojó luz sobre el asunto: la detenida llevaba años en disputa inmobiliaria por el chalé en el que residía la solitaria anciana.
La eficaz labor en tiempo récord de Álvarez para resolver uno de los casos más sonados de la historia de la región le valió innumerables halagos, entrevistas y ascensos. No obstante, con el transcurso del juicio, había algo que no terminaba de encajarle. Para empezar, el testimonio del fontanero, que dijo haber visto a dos individuos saliendo de la casa y, por otro lado, el hecho de que una experta tiradora hubiera necesitado tres disparos nada certeros, pues los orificios estaban muy separados entre sí, para acabar con la vida de una mujer cuya agilidad brillaba por su ausencia.
Ella vivía solamente con su hijo adolescente al que desde el primer momento exoneró de cualquier conocimiento sobre el delito y que ahora habían trasladado a un centro de acogida. Cuando Álvarez fue a visitarle, le sorprendió la naturalidad con la que aceptaba su nueva realidad. Los psicólogos del centro lo justificaban con que era una reacción común ante una experiencia traumática y que tardaría en procesarlo.
Álvarez, conmovido y preocupado por él, siguió visitando al joven, convirtiéndose prácticamente en el padre que el chico nunca había conocido. El día que su madre entró en prisión, Álvarez visitó por última vez al muchacho y, al despedirse, su naturaleza calmada se tornó en frialdad calculada cuando agarró al detective por la espalda, blandiendo un cuchillo a la altura de su yugular, y le susurró sin alterarse: “mi madre está en la cárcel por algo que nunca hizo, más te vale sacarla o acabarás igual que esa vieja”.