ABIERTO 24 HORAS
MARÍA JESÚS GARCÍA GONZÁLEZ | Leo Vargas

Desde el balcón de enfrente Andrés vigilaba el movimiento del local recién abierto y cuya fecha de apertura le vino impuesta. Algo más de dos metros cuadrados ocupados por sendas máquinas expendedoras, listas para dispensar variedad de productos para consumir a cualquier hora del día, las 24 horas, tal y como indicaba el cartel escrito con letra torpe y fijado con cuatro tornillos en la fachada del local. Bebidas refrescantes y snacks, compartían espacio con batidos y paquetes de galletas, condones y juguetes eróticos, horas de trabajo y tedio, antiguas y recientes historias llenas de vida y… Andrés prefería no pensar en ello.
Apenas salía de casa, vigilar el local en el que había trabajado toda la vida se había convertido en su nueva tarea y obsesión. Cada sirena que avanzaba calle arriba le impulsaba inmediatamente a su otero.
No hacía mucho tiempo, Ceferino, su jefe y dueño de la fontanería en la que entró de aprendiz, al que solo le quedaban unos meses para jubilarse con una pensión que seguro no le permitiría vivir, decidió cerrar el negocio que ya solo generaba gastos y transformarlo en un “24 horas”. Acordaron que le ayudaría a acondicionar el local y, en el momento en el que estuviera listo, le firmaría los papeles para el paro. Cada vez que Andrés pensaba en ese futuro inmediato se le ponían un nudo en el estómago y un peso en la cabeza.
Trabajaron duro, tiraron mostradores y anaqueles, picaron paredes y techo, dejando el local como un pequeño mordisco en la fachada del edificio, una herida abierta a la calle. Durante la reforma Andrés trabajó con ilusión, la actividad le mantenía ocupado, vivo. Pero el día que entregaron las dos pesadas máquinas se sintió morir. Llegaron a última hora de la tarde, sin embalaje, las descargaron y depositaron justo en la entrada, como taponando la herida. Tendrían que empujarlas hasta el falso fondo del local, en el que habían dejado un espacio a modo de pequeño almacén. Se colocaron delante de una de las máquinas y la empujaron hasta dejarla adosada a la pared. Mientras Ceferino se ocupaba de conectarla a la red eléctrica, Andrés, siguiendo el dictado de una intensa angustia interior, empujó la otra con todas sus fuerzas. Sintió que la máquina hacía tope, pero insistió en ese impulso irrefrenable hasta que la caja torácica de Ceferino se quejó. Quedó de pié, inerte, entre la máquina y la pared.
Con un sencillo movimiento encajó el cuerpo todavía caliente en el hueco de la pared que lo acogió como si estuviese pensado para él. Dos tablones y una gruesa capa de yeso impidieron que el pequeño almacén cumpliera la función para la que estaba destinado, la pesada máquina hizo el resto y allí quedó Ceferino en su negocio “24 horas”.