‘- ¡Abre la caja y dame el dinero, chino de mierda! ¡Abre la puta caja o por mis muertos que te reviento, te reviento aquí mismo!
La media con la que se cubría la cara le deformaba las facciones. El revólver le temblaba casi tanto como la voz.
El dependiente entendía perfectamente sus palabras, pero se hizo el tonto. Había sido un día largo y aburrido, análogo del anterior hasta un punto inquietante. Aquello suponía una ruptura en la monotonía. Por eso, levantó ambas manos con las palmas extendidas hacia fuera, frunció el ceño en señal de incomprensión y exageró aún más su acento oriental:
– ¿Caja? ¿La caja?
– ¡Sí, sí, la caja registradora, chino de mierda! ¡La caja registradora, el dinero de la caja!
Fue cuestión de rapidez. El atracador hacía señas, histriónico y desesperado, en dirección a la caja registradora con la mano armada. Aprovechando uno de estos aspavientos, el dependiente agarró la pistola que escondía en un hueco bajo el mostrador.
El atracador se vio traicionado por sus reflejos, o tal vez los nervios le obnubilaron la atención. En cualquier caso, no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que ya tenía una bala en las tripas. El estruendo de la detonación resonó en toda la tienda según se le abría un segundo agujero en el abdomen. El impacto lo lanzó hacia atrás, postrándolo en el suelo.
Comenzó a dar alaridos y a retorcerse, tratando de taponarse la herida con las manos. Pocos sitios peores para recibir un disparo que el estómago; se pueden llegar a aguantar varios días vivo, experimentando una agonía terrible, con la bala incrustada en el interior.
La grabación de la cámara de seguridad registró, en blanco y negro, con grano y cierta ralentización en los movimientos, lo que ocurrió a continuación.
El dependiente sale de detrás del mostrador con el arma en alto, recoge el revólver del suelo y se lo guarda en la trasera de los pantalones. Se dirige al teléfono sin quitarle ojo de encima al atracador, desarmado y malherido, que le está poniendo el suelo perdido de sangre. Marca un par de números, y se detiene. Salta a la vista que tiene un momento de duda, pero no dura demasiado. Tras unos instantes de reflexión, cuelga. Cuando regresa junto al atracador caído, la decisión está tomada.
El dependiente lo observa en ángulo picado desde su posición de superioridad. La victoria es suya. Ha defendido el negocio y demostrado quién manda, además de haber obtenido algo de diversión inesperada en una jornada mortalmente tediosa y haberse quitado por fin la espinita de abrir fuego contra otro ser humano.
A pesar de todo, parece que no se siente del todo satisfecho, así que desenfunda el revólver y remata al atracador a bocajarro. Un tiro en el cuello y otro en la frente. El cráneo revienta, los sesos se desparraman. Y cuando la sangre le salta a la cara, no pestañea.