ABRIÉNDOME PASO EN LA VIDA
Jesús González Francisco | Raskolnikov

ABRIÉNDOME PASO EN LA VIDA
Bajé al sótano con mi taza de café con leche, dispuesto a darle duro al trabajo, imaginando una entrada triunfal en el santuario de Marlowe: una oficina en el downtown, con su puerta de cristal esmerilado y mi nombre en letras negras. Lanzaría mi sombrero al perchero, resoplaría al sentarme en la silla giratoria, abriría el cajón superior de mi escritorio y daría un trago largo del bourbon que reservaba para cuando no veía claro la resolución de un caso. Cerraría las persianas venecianas para impedir que la luz del sol taladrase mi pobre cerebro fundido por la resaca y me masajearía las sienes. A continuación, presionaría el botón del interfono y le diría a mi secretaria (secretamente enamorada de mí): “Señorita Stewart, no me pase llamadas”.
Al prender la luz, me di cuenta de que el fluorescente parpadeaba. La mesa de mi despacho era un tablero de aglomerado rosa chicle comprado en el Leroy Merlín de Corrales, sustentado por dos caballetes; nada de cajones donde esconder bourbon. Tampoco había secretaria, ni secreta ni abiertamente enamorada de mí. La única mujer de quien me había enamorado me había dejado tirado por ser incapaz de albergar dentro de mí algo de ambición. Me senté en una silla de plástico roja decorada con la publicidad de Mahou y contemplé el efecto de mi patetismo. Desolador. Dentro olía como huele cualquier garaje de familia suburbana: a aburrimiento. Lo peor de todo era que mi padre había aparcado el coche en el garaje, dejándome apenas sin espacio para desarrollar un trabajo decente. ¿Cómo iba uno a presionar interfono alguno o a ligarse a su secretaria? Aquello no era vida para un investigador privado abriéndose paso en la vida.