Aceptar una derrota.
Fco. Javier Marín Mercader | Aloysius Pendergast

La luz de la luna, teñida de un artificial tono azul, se colaba a jirones por la ventana de aquel hotel barato y se mezclaba, en una danza hipnótica, con las motas de polvo que danzaban junto a las agónicas volutas de humo de mi cigarrillo. Aspiraba dolor en cada calada mientras escuchaba los sollozos extenuados de la mujer acostada sobre el viejo colchón.
Todo empezó cuando ella entró en mi despacho sin llamar: cabello rubio, facciones finas y delicadas, piernas infinitas y unas deliciosas manos decoradas con una elegante manicura francesa. Ataviada con un clásico traje de chaqueta negro y blusa blanca, se sentó frente a mí sosteniéndome la mirada al tiempo que cruzaba las piernas levantándolas más de lo necesario. Antes de empezar a hablar, encendió un cigarrillo.
—Necesito su ayuda —dijo, llevándoselo a una perfecta boca de labios rojos—. Alguien quiere matarme y necesito saber quién es —sentenció. Su tono era tan sereno y decidido que me puso el vello de punta.
—¿Y usted es? —pregunté, intentando dominar la situación.
—Miller, señora Linda Miller.
—¿Y por qué piensa que la quieren matar, señora Miller?
—Mi marido, por motivos que no vienen al caso, ha cobrado una importante cantidad de dinero. Él está al borde de la muerte… Yo he recibido ese pago por él y lo tengo a buen recaudo, pero noto que me siguen… Alguien quiere ese dinero y temo por mi vida.
—¿Por qué no va a la policía?
—Me han ignorado. No tengo pruebas, solo una intuición y el eco de unas sombras que desaparecen cuando me giro… Le pagaré el doble de su tarifa.
Las incógnitas y el movimiento de esos labios sangrantes me obligaron a aceptar su ofrecimiento. Me centré en investigar a cualquiera susceptible de conocer la existencia del dinero. Al cabo de unos días, regresó a mi despacho.
Un moretón adornaba su ojo izquierdo y una maraña de arañazos le destrozaba la cara. Con lágrimas en los ojos, me confesó que la habían agredido para robarle el dinero. Entrelazó los dedos para rogarme que lo recuperase, que consiguió ver a su agresor. Sabía dónde vivía y me tendió un papel garabateado con la dirección. No pude resistirme, la ira me comió por dentro.
Le pedí que me esperase en un hotel a las afueras y me colé en casa de aquel cabrón. A base de golpes, conseguí recuperar el dinero y, al acudir al encuentro de la mujer, ella se abalanzó sobre mí, me quitó la ropa de un tirón y me lo hizo como nadie me lo había hecho nunca.
Ahora, sentado en este viejo colchón de habitación de hotel barato, fumo mi último cigarrillo. Mientras me hundía el cuchillo en las costillas, confesó la verdad: ese dinero nunca fue suyo, lo robé para ella. Me engañó, me utilizó y me recompensó con su cuerpo, reconozco que le salió muy bien… Supongo que esos lamentos que escucho se deben a haberme otorgado el honor de ser yo su primera víctima mortal. Sin duda, es lista y yo… Yo estoy muerto.