Si esta mañana hubieses sabido que yo no estaría… Si hubieses pensado que no te abriría la puerta con un abrazo, no habrías llegado a nuestra casa (porque todavía es nuestra, la casa) por un atajo, sino por el camino largo, el de la conciencia; o quizás, incluso, habrías cruzado sin contemplaciones (una y otra vez, hasta darte cuenta) el callejón sin salida que me hace escribir estas palabras, el de la culpa.
Si esta mañana no hubieses sabido que yo no estaría, no me habría sentado con el ordenador plateado en la mesa de vidrio a escribir el último capítulo de la novela que llevo escribiendo tantos años como vida creo recordar; no me hubiera puesto el pijama de cuadros ni hubiera vuelto a encenderme un pitillo después de nueve meses y tres semanas que se consume en el cenicero sobre el infinito transparente del escritorio.
Nunca se es bastante valiente para decir nunca al tabaco (¿y a ti?), me permito fumarme este pitillo y nunca más, nunca más al humo que vuelve traslúcida la realidad de mi pensamiento con las letras de la pantalla.
Hoy es el primer día, la primera noche, que no has sabido nada de mí. Me llamas…, un tono, dos tonos, tres tonos… ¿Hola? Y nada. Sólo debes de sentir silencio y frío en una casa vacía, más vacía sin mí.
Un capítulo más, sólo un capítulo más.
Me escribes, pero mi imagen de perfil es un muñeco gris, no te salgo en amistades (te he bloqueado), no ves mi muro ni mis historias (gracias no, de nada), ni sabes que estoy en casa de alguna amiga que no debes de conocer.
Fumo.
Sólo uno más y lo dejo.
Sólo uno, un capítulo más, el último.
Y lo dejo.
Lo tengo todo. La novela, el último capítulo y el protagonista: un personaje hambriento de tristeza por una pérdida, alguien sin más que de una cartera de cuero negro, saca una tarjeta en la que se puede leer su nombre (que también es el tuyo). Tenía ganas de uno de tantos conciertos. En un baño cualquiera, sobre un espejo que refleja una barba canosa, jugando con todo un desierto gélido y polvoriento.
Música, vibraciones, ruido.
Con los ojos cerrados y como si su droga fuera la carencia de aire y no de inspiración, aspira con ansia esta calma que tanto anhelan sus nervios. De pronto, una llamada anónima (no qué va, la llamada es de la vecina que siempre llama) provoca la fuga y la estampida. El bar queda vacío.
Es el último. Y lo dejo.
La banda sonora de sirenas al fondo; guiado por la rabia, fuerza la puerta de la casa contigua al local.
La última frase. Y lo dejo.
Y sin saberlo, ahí está al forzar la puerta contigua al local, la imagen de ella en pijama de cuadros, su portátil plateado, su cigarro consumiéndose en la mesa de vidrio infinito y la novela a tres letras de ser acab…