Cuando me preguntaron si creía en Dios, mientras me apuntaban a la cabeza con un revólver del calibre 22, contesté que sí.
No lo hice por resignación, por miedo o porque fuese la respuesta que mi interlocutor esperaba escuchar.
Lo hice por convicción misma. Por fe.
Por la esperanza de que hubiera un ser todopoderoso allí arriba que sintiera lástima de mi situación, y le provocase un infarto a la persona que el destino había elegido para poner fin a mi existencia. Aunque también cabía la posibilidad de que ese mismo dios fuera el artífice de todo esto, pues como dicen sus creyentes, sus caminos son insondables.
— ¿Cree usted en Dios, comisario? — Repitió de nuevo aquella cálida voz que apenas un par de horas antes me había dedicado susurros de amor al oído y cálidos arrumacos.
Debo admitir que cuando aquella mujer entró a mi despacho días atrás, la misma que ahora amenazaba con volarme la cabeza, nunca imaginé que las cosas fueran a torcerse de aquella manera.
¡Ah! ¡Qué fácil es lamentarse cuando uno ya conoce la historia!
Por eso mientras mi verdugo pone punto final a la escena, y toma las precauciones necesarias para no mancharse el abrigo de sangre, te contaré mi historia y como se ha torcido hasta llegar al momento actual de la acción.
Al menos lo que me dé tiempo a narrar.