Al Alba
Deborah Marina Labrador Solis | LaSol

Era una vez un pueblo pequeño que no estaba ni lejos ni cerca.
No era ni frío ni cálido.
Podía ser un pueblo cualquiera.
Un lugar donde la paz y la armonía parecían reinar.
Con algunas rencillas entre vecinos, pequeñas peleas familiares, pero también fiestas y tradiciones, hermandad y amistad, en resumen, una comunidad con todo lo bueno y lo malo, con todo aquello que hace que la vida sea vida.
Nada parecía perturbar esa aparente paz, hasta que un día algunas personas comenzaron a desaparecer.
Cada día uno. Cada día al alba.
Vinieron responsables de los Cuerpos de Seguridad de la comarca a investigar dichas desapariciones.
A rastrear posibles pistas.
Se hicieron batidas, entrevistaron a todos los vecinos del pueblo, a las familias de los desaparecidos, y comenzaron a buscar posibles sospechosos.
Nadie sabía qué estaba pasando.
No había relación entre las víctimas. En total, por ahora, eran cuatro los desaparecidos: un niño de 7 años, una adolescente de 16, un veterano de guerra de 85 y una mujer de 52.
No había un posible nexo entre ellas. No se conocía a nadie que las hubiera amenazado o que quisiera hacerles algún daño.
Simplemente desaparecieron.
Azar, suerte, destino.
Los responsables del caso no lograban realizar grandes avances. Todos desaparecieron sin que hubiera testigos ni señales que indicaran el porqué.
Mientras… a las afueras del pueblo, yacían todos esos cuerpos, ya inertes, en una pequeña cueva subterránea a la que nadie solía ir, y que puede que muchos ni siquiera supieran que existía. Era un solar abandonado.
Ese solar dejaba ver a lo lejos una casa. Era la única edificación en kilómetros a la redonda, que llevaba años deshabitada, y allí estaba él, el nuevo doctor del pueblo.
La casa tenía dos plantas, su fachada grisácea parecía guardar dentro, de forma hermética, un gran secreto. El doctor llevaba allí solo un par de meses. Fue contratado tras la pandemia para poder atender las consultas más urgentes del pueblo. Aunque la mayoría gozaban de buena salud, pese a la avanzada edad de la población. Por eso su día a día era bastante monótono y rutinario.
Todo el pueblo había recibido al nuevo médico con alegría. Hacía años que no tenían allí un puesto fijo en su ambulatorio y era importante para ellos. Así se lo mostraban. En sus primeros días la mayoría pasaron por allí para conocerlo y hacerse un chequeo. El doctor ya sabía quiénes eran todos y cada uno de ellos.
Y los trataba de forma adecuada, atento, respetuoso, sin demasiada cercanía, pero mostrando interés por cada caso. Casos sencillos como digo, una contusión, una indigestión, un catarro. Cosas menores.
Esta madrugada el doctor estaba mirando por la ventana. Con esos ojos fríos y sin vida. Penetrantes y amenazantes a la vez. Miraba hacia el lugar donde estaba la cueva.
Lentamente, se giró y se puso a colocar su instrumental médico en el maletín de trabajo.
Ya rozaba el alba y era su hora de salir un día más.