Todas las ciudades tienen un corazón oculto. El lugar donde late la vida y desde donde fluye la savia que distribuye la energía por todas sus calles. Algunas lo tienen en su centro histórico, en un museo o en la Ópera. Son ciudades del día, ciudades afortunadas, en las que las calles quedan desiertas cuando cae la noche y los sonidos de las sirenas nocturnas te pillan durmiendo o ladrándole a la luna desde tu balcón mientras apuras un último cigarro.
Pero luego están las ciudades que vendieron su alma al pecado, las que comienzan a maquillarse sólo cuando se encienden las farolas, y en esas ciudades su corazón está iluminado por neones que se reflejan en las calles mojadas, atravesadas por las estelas de los taxis que desplazan a los desconocidos. Las sirenas decoran el barrio, como los árboles los bulevares de las grandes capitales europeas. Aunque, a decir verdad, nunca he estado en Europa, y no creo que nunca llegue a viajar allí. Dudo que consiga salir vivo de esta ciudad, y dudo que me equivoque o me arrepienta.
En esta ciudad el corazón está en el bar de Joe. Visto desde fuera puede que no parezca gran cosa. La pared que sostiene la entrada principal hace años que debió ser demolida, y al bar se accede mediante unas escaleras empinadas que descienden hasta las puertas mismas del infierno. Los letreros señalan el descenso con flechas fluorescentes que parpadean al ritmo de la música profunda y apagada que se filtra desde el interior de sus tripas. De vez en cuando estalla en un golpe de jazz y humo que se escapa hacia arriba, cada vez que alguien entra o sale, y las puertas exhalan llamaradas de la vida de su interior. Porque una vez dentro, amigo, no te quedaría ninguna duda de que allí se encuentra el centro del universo.
Esa noche no entré por la puerta principal. Como era habitual un viernes, controlaban la entrada un par de matones, así que me escondí a oscuras, en la calle paralela, acechando la puerta trasera. Las camareras salen cada cierto tiempo a vaciar de botellas los contenedores, y créeme, en el bar de Joe, eso ocurre con relativa frecuencia. La puerta se abrió, pero apenas hizo ruido, me sorprendió que no estuviese acompañada del sonido tintineante de lata y cristal de los cubos metálicos repletos de cervezas vacías. En su lugar apareció una mujer enfundada en un vestido negro ceñido y que mantenía un abrigo largo bajo un brazo, mientras que del otro arrastraba hasta su boca a un tipo vestido elegantemente con aspecto peligroso. No pude dejar de mirar mientras se besaban. Había algo funesto en ese beso en mitad de la noche, un mal presentimiento. Me deslicé sin que me vieran para colarme dentro y me giré un segundo para mirarlos, pero ya no pude verlos.
En el corazón de la ciudad mueren muchas historias, tantas como amantes besándose al filo de la noche.