El agente Martínez no recordaba nada de lo acaecido la noche anterior y, en consecuencia, si había bebido o no. Aun estando de servicio, a veces se excedía con el alcohol y después tenía lagunas mentales. La total ausencia de algunos de los síntomas propios de la resaca, como lengua pastosa o dolor de cabeza, negaba tal circunstancia.
Se levantó de la cama y, por primera vez en años, dejó de sufrir el pinzamiento en los lumbares que durante unos segundos le mantenía doblado de dolor. Tampoco le acosó la molesta tos matutina, secuela del nocivo abuso del tabaco al que, paradójicamente, todavía no había echado en falta.
Supuso que se encontraba en la habitación de un hotel. Miró por la ventana. Una lechosa bruma le impidió distinguir algún referente en el exterior.
No encontró su ropa. También le faltaba la cartera, la sortija, el reloj y, lo que era peor, la placa y la pistola.
Lo único que recordaba era que investigaba a unos delincuentes que emplean, en sus robos, una sustancia llamada escopolamina. Dicha droga tiene la propiedad de alterar transitoriamente el funcionamiento cerebral, siendo la víctima, presa fácil para ser robada a voluntad.
El agente Martínez, en su labor investigadora, había visitado varios antros donde sospechaba que operaba una organización criminal formada por mujeres, cuyo modus operandi consistía en intimar con los hombres, llevarlos a un hotel y allí, desvalijarlos haciendo uso de la droga psicotrópica.
Vista las circunstancias, concluyó que le habían echado el alcaloide en la bebida.
Difícilmente pudo haber estado con una mujer, pues no halló la más mínima traza de perfume en el ambiente. Ni siquiera encontró una marca de carmín en las sábanas, ni un solitario cabello enredado en el cepillo o perdido entre los pliegues de la almohada. Nada denotaba que una mujer hubiera estado allí recientemente.
En la habitación no había teléfono, tampoco espejos, ni televisor.
Cogió una sábana y se envolvió en ella. — ¡Qué demonios— pensó—, voy a bajar de esta guisa aunque parezca un senador romano!
Entró en el ascensor y pulsó el botón que ponía «vestíbulo». Cuando bajaba, le vino un destello fugaz, un retazo de recuerdo de la pasada noche: luces en un club nocturno; un forcejeo; un disparo…
El vestíbulo estaba atestado de gente que deambulaba de aquí para allá envuelta en sábanas. Parecían tan obnubilados como el agente Martínez, que, ante el absurdo panorama, creía seguir bajo los efectos de la droga.
—Bienvenido, señor—dijo el recepcionista al verlo llegar.
— ¿¡Qué está pasando aquí!? ¿¡Dónde demonios estoy!?
— Poco a poco irá recobrando la memoria y recordará con detalle todo lo que le ha sucedido. Pero tengo el deber y la obligación de contarle algo muy importante, señor: a usted lo mataron anoche estando de servicio. Le tendieron una trampa. Alguien, enviado por la organización criminal que investigaba, le descerrajó un tiro a bocajarro. Como en este lugar no hay espejos, no ha podido ver el agujero de bala que tiene en la cabeza.