Al principio todo iba bien.
Acudí a ella en busca de ayuda y en cuanto la vi supe que era especial.
Le expliqué mi situación, ella en seguida comprendió lo que tenía que hacer, me tranquilizó y me dijo que ella se ocuparía de todo, que no me preocupase, que lo había hecho otras veces y que era algo sencillo.
Unos días después volvimos a vernos en su despacho y mis dudas se disiparon. Su trabajo había sido impecable. Pagué sus honorarios y me fui.
Pero nada más salir anhelé volver a entrar con cualquier pretexto, porque necesitaba de su presencia una vez más, así que hice todo lo posible para que siguiéramos viéndonos.
Al principio le llevaba trabajos sencillos, simples excusas para que pudiera pasar un rato con ella. A veces lo resolvía en escasos minutos, con una risotada de satisfacción y entonces no me citaba para más adelante.
Así que comencé a procurarle trabajos que fuesen cada vez más graves, pequeños desafíos para ella, de esta manera tendría ocasión de verla en más ocasiones y durante más tiempo, cuanto más se demorase su resolución.
Pero cada caso que le llevaba apenas tardaba unos días o a lo sumo una semana en concluirlo.
Ya no sabía qué más le podía ofrecer para que pudiéramos estar juntos. Bueno sí. Fue entonces cuando se me ocurrió: el reto que pondría a prueba todas sus habilidades y que jamás resolvería si no fuese con mi ayuda. Cuando se lo presenté su cara se transformo de una inicial preocupación a un pletórico entusiasmo. Durante semanas trabajamos juntos para resolverlo, incluso me quedaba en su oficina hasta que cerraba a altas horas de la noches repasando la información que teníamos.
Poco a poco, y a fuerza de vernos a menudo comenzamos a quedar fuera de su trabajo. Siempre hablando de este último caso. Nos emocionaba la idea de poder solucionarlo juntos.
Acudimos a todo tipo de profesionales para que nos ayudasen con las pruebas. Visitamos los lugares de los hechos. Nuestra relación fue evolucionando del frío compañerismo a la cálida fraternidad hasta el ardiente deseo, y en unos meses estábamos viviendo juntos.
Nuestro día a día se veía interrumpido con nuevas evidencias del caso. Era excitante saber que estábamos en esto juntos y que era algo que rompía nuestra monotonía, pero al cabo de un tiempo dejó de ser tan fácil. Por un lado, temía que si se acabábamos la investigación, eso podría significar que no tendríamos ese proyecto en común que nos había unido durante todo este tiempo, esa chispa que nos hacía seguir juntos y que eso hacer fracasar nuestra relación. Por otro lado, yo no podía seguir asesinando a más personas durante mucho más tiempo sin que ella me descubriese.