« Alana »
José Luis Zayas Pascual | Uganda Soler

Decididamente las cosas no han salido como yo esperaba. El marido de esta fulana no va a estar demasiado contento. Y en honor a la verdad, no le faltan motivos. El señor Morris me había pagado por seguir a su esposa, por averiguar quién se la estaba beneficiando, no para meterme en la cama con ella. Y ahora un cuerpo de mujer frío e inerte yace desnudo sobre las sábanas. Las primeras luces de la mañana atraviesan las cortinas dibujando sus sensuales curvas; iluminando su piel aún tersa y lozana, a la espera de la caricia del rigor mortis. También revelan unos hematomas incipientes alrededor de su cuello, que van a ser harto difíciles de explicar a la policía.
Ojalá pudiera dar marcha atrás, pero ya es tarde. Podría buscar mil pretextos para justificarme, como que Alana Morris es ese tipo de mujer al que muy pocos logran resistirse. Pero sería cínico responsabilizar a terceros de mi desmesurado gusto por las mujeres. Aun con todo, esto no tenía por qué haber acabado así. Habría bastado que esta alimaña mantuviera cerrados sus labios carmesí, siguiendo el generoso consejo que le susurré al oído. Nuestra noche en este motel pudo haber quedado en una anécdota sin consecuencias. Y quién sabe si un par de «pernoctaciones» más, me habrían provocado una amnesia selectiva sobre su affaire con el profesor de yoga. Al fin y al cabo, no siento una especial lealtad hacia el señor Morris y, por otra parte, siempre tomo la precaución de cobrar a los clientes por adelantado. Cuando te pagan por investigar aquello que en el fondo nadie desea averiguar, no son pocos los que la acaban tomando con el mensajero.
Desafortunadamente, la reacción de Alana a mi magnánima oferta distó mucho de cumplir mis expectativas. Su violenta respuesta no me dejó más opción que defenderme con todas mis fuerzas. Numerosos arañazos en sus muñecas permanecen como testigo mudo del forcejeo. En condiciones normales no me habría resultado difícil repeler el embate de una mujer, pero no tardé en descubrir que una noche de pasión y excesos habían hecho mella en mis energías. Además, se diría que sus vibrantes clases de yoga habían comenzado a dar frutos. Cuando su cuerpo logró sobreponerse al mío y apresarme entre sus piernas y brazos, la suerte para mí estuvo echada. Sus manos hicieron el resto, comprimiendo mi garganta sin misericordia.
Ahora la contemplo retocándose el labial, con nuestras ropas aún adornando el suelo de la habitación. Su única preocupación parece ser lucir un carmesí perfecto en los labios. Con el eyeliner resalta una mirada altiva, sin el menor rastro de arrepentimiento, mientras yo empiezo a recordar a mi madre. Pienso en su reacción cuando la policía encuentre mi cadáver. En nuestra última conversación, hace ya siete años. En la frase lapidaria que me obsequió, el día que cometí el error de confesarle mi vocación de detective: «¿Y qué se te ha perdido a ti, Maruxiña, en ese trabajo de hombres?»