—Nombre completo.
—¿Diga? —gritó llevándose una mano temblorosa a la oreja para rodear su exterior a modo de parapeto.
—¡Que cuál es su nombre!
—Eduardo, Eduardo Alemán, señor agente.
—¿Qué ha ocurrido en su casa, Eduardo? —Sebas comenzaba a impacientarse. Nunca había tenido mano izquierda con los ancianos y ahora gesticulaba gruesamente.
—Yo no he hecho nada.
—Veamos, nos ha llamado su vecina porque en su domicilio huele muy mal. Pensaba que le había ocurrido a usted algo.
—Yo no he hecho nada.
—Sí, eso ya lo ha dicho. Pero en su casa se han hallado restos.
—Yo le juro que no he hecho nada —insistió Eduardo.
—Yo le juro, yo le juro, si me dieran cinco euros cada vez que escucho eso —ironizó Sebas.…
—¿Diga? —repitió el viejo acortando la distancia entre ambos y frunciendo el ceño.
—¡Que quién es el muerto, Eduardo! —grito.
—¿Qué muerto?
—Vamos a ver, en su casa hay un muerto.
—No, no, yo no he visto a nadie —Eduardo se mantenía en sus trece.
—A ver, caballero, que me está usted empezando a enfadar. En su casa hemos hallado un cadáver bajo la cama de su dormitorio —dijo alzando la voz.
—¿En mi casa?
—Sí, Eduardo, en su casa. ¿Vive usted solo?
—Sí.
—¿Hay algún familiar a quien podamos llamar?
—No, no.
—¿Me va usted a decir quién es el muerto, Eduardo? Le aseguro que todo será mucho más sencillo para usted si colabora.
Eduardo miraba sin entender nada, a ambos agentes en la sala de interrogatorios de la comisaría de centro. Molina, murmuró a su compañero que estaba claro que el anciano estaba a punto de irse al otro barrio, y que no sabía ni en qué día vivía. Le resultaba una pérdida de tiempo seguir cuestionando las mismas preguntas. Llevaban ya buena parte del día, y no habían sacado nada en claro aparte del nombre del detenido, su edad que figuraba en un DNI caducado en los años noventa y la convicción de que estaba sordo como una tapia.
—Y, ¿Qué hacemos con el que está tieso bajo la cama, Molina?
—Joder, yo qué se. Quizá fuese un ladrón que entró a robarle a este pobre hombre, se asustó, se golpeó la cabeza y santas pascuas aleluya. Esperamos al informe de Medicina Legal y ya luego veremos.
—¿Y Eduardo? —preguntó Sebas a su compañero.
—¿Diga? —añadió el detenido terminando de sacar de quicio al sargento.
—Venga, ahora vendrán a buscarle, ¿de acuerdo?
—¿Eh?
—¡Que ahora se va para casa, me cago en… ! —explotó.
Sebas cerró la carpeta con brusquedad y se levantó de la silla para abandonar la sala. Refunfuñaba para sí. Solo tenía ganas de tomarse un antihistamínico, marcharse y dormir un poco. «Maldita alergia», pensó. Cuando era pequeño su madre le corregía siempre que estornudaba tapándose la nariz, el sonido tenue y leve que emitía similar a un gorjeo apenas imperceptible conseguía ponerla nerviosa. Estornudó de nuevo aquel día ya cerca de la puerta, de espaldas al anciano.
—Salud —dijo Eduardo sin darse cuenta.
—Ay, amigo —respondió Sebas dándose la vuelta y dirigiéndose al anciano — casi lo consigues, casi lo consigues.