ALMUERZO MORTAL
Miguel Gonzalo García | Castellar

—¡Siga a ese taxi!, ¡rápido, por favor!

Arturo ya no podía más. Llevaba dos días detrás de Jorge Puig, afamado presidente de una multinacional asiduo de la prensa rosa por sus devaneos amorosos. Entre sus conquistas figuraban personajes de la alta sociedad madrileña, no siendo pocas sus apariciones en los papeles salmón al haber conseguido cotizar en apenas dos años en las bolsas de Madrid y Nueva York.

No todos los que bailaban a su son les gustaba su música. Los cadáveres se amontonaban en el arcén de su autopista y alguno de ellos, que prefirió ocultar su identidad bajo el nombre de una empresa, se puso en contacto con Arturo, experimentado detective privado en activo desde hacía veinte años. Arturo era un hombre normal; la principal cualidad de estos profesionales. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni antiguo ni moderno en su vestir, es decir, la persona en la que nadie se fija al ser considerado del montón y no representar una amenaza para nuestro statu quo en la sociedad.

Arturo tenía el encargo de rascar la costra de maquillaje de Jorge Puig: negocios algo turbios, amantes despechadas y contactos de los que es preferible mantener en el anonimato. En esos dos días, el detective comprobó sus citas con todo el catálogo social e intuía que serían de esa manera las próximas jornadas. No parecía mal tipo —pensaba Arturo—, rectificando de inmediato al pensar que él mismo estaba cayendo bajo la fascinación de la personalidad de Puig.

En la tercera jornada, Arturo preparaba todo su equipo técnico para acometer cualquier imprevisto, cuando le entró una llamada de teléfono. Tras unos minutos de tanteo en la precavida conversación, su interlocutor se identificó como Jorge Puig, el cual le manifestó sus dudas de que alguien hubiera puesto precio a su prolífera carrera. Sin palabras, Arturo intentó entablillar una conversación de la cual no tenía muy claro que obtener.

— En resumen, señor Puig -le interrumpió Arturo-, que quiere exactamente.
— Le quiero a usted Arturo. Sea mi sombra. Vaya un paso por delante, pero mirando hacia atrás.

Con la promesa de sopesar su decisión inició la tercera jornada. Reuniones, taxis y almuerzo rápido en el Club Fishermans de la calle Ballesta. A la salida de ese emblemático local, Puig se encaminó directamente hacia Arturo, que se encontraba difuminado entre los viandantes.

— ¡Me ha gustado usted, Arturo!

En ese instante, el detective comprendió que había sido utilizado desde el principio.

— No se llega hasta aquí sin saber donde se pisa y a quien. Quiero que trabaje para mi —su seguridad era aplastante—.

Arturo dio media vuelta y prosiguió caminando hacia la Corredera Baja de San Pablo, dejando a Puig masticando su orgullo.

A las tres semanas del incidente, Marín, un inspector de homicidios, se puso en contacto con Arturo. Puig había fallecido en un misterioso accidente de tráfico.

Una nota arrugada en su chaqueta: “Comí con mi asesino. Preguntad a Arturo”.