Camina despacio por la galería admirando, con cierta melancolía, los trofeos de una vida entera. Cuadros de Picasso, Dalí, Klimt o Monet cubren las paredes. Esculturas de mármol y bronce vigilan, con mil ojos, la estancia. Vitrinas plagadas de joyas de oro y piedras preciosas.
Se deja caer en un lujoso butacón, junto a una mesita licorera. Su bodega personal. Ahí guarda los mejores caldos. Saca, con sumo cuidado, una botella de vino. Es de una añada que ya no se encuentra. La estaba guardando para un día especial. Un día como este.
Llena la copa hasta arriba, embriagándose con el aroma afrutado del vino. Lo agita suavemente, como cierto aire de teatralidad. Un trago lento. Saboreándolo. Para cuando se quiere dar cuenta, ya se ha bebido la mitad de la botella. Rellena la copa una vez más.
Rebusca, entonces, en el mueble de nuevo. Levantando el cristal superior, coge una pequeña cajita de madera y un cenicero de cristal. La abre, sin ningun tipo de miramientos, para coger un habano. Lo corta con los dientes. Le encanta ese sabor, quizá más que el del propio vino. Le cuesta un par de intentos encenderlo. No está muy en sus cabales. Da un par de caladas, largas, expulsando anillos al techo.
En el humo cree ver figuras del pasado.
—¡Bastardo!—exclama, con lágrimas en los ojos—¿Para que te mueres?
Se levanta como un resorte, en un arrebato de ira, y recoge un periódico de encima de una cómoda antigua. Aún no se cree lo que lo que ha leido por la mañana. Necesita leerlo otra vez. “Fallece el famoso detective Olivier Beaucourt”.
—Tú siempre igual —le grita a la foto que acompaña la noticia—. Siempre te las ingenias para joderme.
Vuelve a la butaca. Vacía la copa de un trago. Luego otra. Y otra. Aquel día, siempre lo había planteado como una celebración, como una victoria. Aquel era el día que él ganaba. Su enemigo mortal por fin le dejaba el camino libre para robar lo que quisiera. Pero no estaba contento. No tenía ganas de robar nada, pues él ya no estaría para perseguirlo. Él ya no estaría para volver a tener un duelo de ingenio. Podrían llegar otros, pero ya no sería lo mismo.
Sin Beaucourt, Le Renard no tenía sentido. Sin Beaucourt, su vida no tenía sentido. Aquel fue el último día que la gente supo de Aurélien Trossard. Después de la muerte de quien consideraba su mitad, se esfumó como si se lo hubiese llevado el viento. Sin aquel policía, el ladrón se negó a existir.