«Yo iba para bombero, me cago en todo», pensé. Tenía ganas de soltarlo a boca llena, pero no sabía cuánto oxígeno quedaba en aquel agujero, un par de bocanadas más pueden marcar la diferencia.
Era la pura verdad. Yo iba para cualquier cosa menos para policía nacional. Pero en esa edad tan tierna en la que no tienes en la cabeza más que salir con los amigos y la piba que te mola, llega la pregunta del millón, la pregunta para la cual nadie está preparado, la que marcará el resto de tu existencia. Yo dije que quería salvar vidas. Mi abuelo me soltó una colleja y agregó: “pues hazte socorrista”.
¡Qué ironía! Cuando salí de casa hoy no pensé que un acto tan básico acabaría con mis huesos bajo tierra. Ni siquiera avisé a la central antes de entrar en su casa. Ella estaba en la puerta con cara de haberse perdido, totalmente desorientada. Me enterneció que hubiera salido en pijama a la calle. Me recordó a mi abuela, sobre todo cuando ya la demencia se había apoderado ella.
Sucedió tan rápido que aún intento asimilar cómo una señora de ochenta y tantos y de poco más de metro y medio, consiguió tumbar a un tipo grande como yo. Le pregunté su nombre y me miró como si yo fuera un niño y ella me acabase de encontrar en el umbral tras una larga ausencia. Me abrazó con lágrimas en los ojos y pronunció una sola frase que ahora cobra tanta importancia que me hace temblar de desesperación.
—No dejaré que vuelvas a marcharte.
Nunca imaginé que escondida tras ese caminar pausado había una agilidad capaz de dar un portazo, alcanzar el martillo que descansaba sobre un aparador repleto de fotos y golpearme en la cabeza. No me dio tiempo a mucho más, intenté articular un “ayuda” sin mucho atino antes de desplomarme. Nos ha jodido, ella sonreía.
—Aunque el hijo se alejara del hogar —canturreaba mientras tiraba de mis pies y me trasladaba hasta la parte de atrás — una madre siempre espera su regreso.
La escuchaba como si se alejase de mí, cuando en realidad quien se alejaba era yo, de la consciencia, con cada gota de sangre que formaba el reguero que fui dejando en mi camino desde la entrada hasta el jardín de atrás. El resto lo desconozco, no sé en qué maldito habitáculo, hoyo o hueco me metió, pero aquí estoy. Aterrorizado y temblando. Esto no te lo enseñan en Ávila, desde luego.
Unas pocas bocanadas de aire más y adiós, Pedrito. Cuánta razón tenía mi abuelo. Sí, debería haberme hecho socorrista, o enfermero de geriátrico, a ver si esta loca se hubiera atrevido conmigo entonces.
A lo lejos se escucha una chaira y el sonido sordo al afilar la hoja que de seguro acabará cercenando mi cuello. Oigo pasos, ya vuelve.
—Qué regalo más hermoso que a los hijos da el señor, es su madre y el milagro de su amor.