AMOR FRATERNAL
María Emma González Arribas | MANTA.23

Ser agente infiltrado entraña riesgos, pero yo tenía una razón de peso para ofrecerme. Me metí en la piel del protagonista de un thriller de narcotraficantes, asumiendo otra identidad. Debía desenmascarar al capo sobre el que recaían las sospechas de mercadear en nuestra zona con cocaína, que en ocasiones adulteraba. Yo conocía los efectos de esa adulteración. ¿Me movía la venganza? Tal vez sí.

Para no levantar sospechas, empecé colándome en fiestas donde resultaba más fácil conseguir una raya de coca que un canapé, y me hice pasar por un vicioso ricachón. Enseguida engatusé a uno de sus camellos para que me presentara a El Francés, el escurridizo capo considerado el cabecilla del clan. Recuerdo nuestro primer encuentro: estaba en su guarida de Cambados pertrechado con varios teléfonos móviles y una libreta repleta de anotaciones manuscritas que, enseguida, guardó dentro de un cajón que cerró con llave. Intuían su responsabilidad en el reparto de la droga en narcopisos, pero estaba resultando complicado desarticular la red y propusieron a nuestra Brigada realizar una infiltración; me ofrecí voluntario. Sabíamos que los alijos procedían de Bolivia y se introducía entre el cartonaje de cajas que contenían pastillas de jabón. Una buena tapadera, pero no óptima. Diaño, el comisario de la Brigada de Estupefacientes, lo había descubierto.

Tardé meses en conseguir la grabación que le involucrara en la trama. Y tanto me metí en el papel, que los tiritos de farlopa con los yo jugueteaba al principio, pronto se convirtieron en algo habitual; me hacían olvidar lo sucedido a mi hermano y me daban energía para seguir. Pasados meses sin apenas avanzar en el caso, una tarde Diaño me presionó hasta el punto de que, previo inyectarme una dosis de cocaína e impulsado por el efecto de la droga que corría por mis venas, fui a la garita del capo grabadora en mano. Encendí el dictáfono que llevaba oculto y le pregunté abiertamente si él era el señor de la droga que se movía por Galicia. Soltó una carcajada y, a mi pregunta, respondió con otra.
–¿Y tú qué crees?
–Creo que lideras este negocio. – Él calló, y tuve que volver a tomar la palabra o mi envalentonamiento caería en saco roto–. ¿Eres, tú, Francés, el mayor capo del narcotráfico gallego? –volví a preguntarle con frialdad.
–Lo soy, ¿algún problema con ello? –Negué con la cabeza.

Lo había conseguido, o casi: faltaba salir de allí antes de recibir un tiro. Caminé lentamente por la plataforma del puerto y, cuando supe que nadie me miraba, eché a correr. Horas más tarde, mientras mi cuerpo se iba relajando y mis pupilas empequeñecido, el capo al que responsabilizaba de la perdida de uno de mis seres más queridos era detenido y trasladado a dependencias policiales.
Jamás me arrepentiré de haber sido un topo, sí, de haberme acercado tanto al lado oscuro de la vida que temí quedar atrapado en él para siempre.