ANAHATA
Nicolás Supital | nicosupi

Lo primero que hice al despertar fue decir gracias. Las luces blancas de la sala me enceguecieron. Tuve que esforzarme para observar al menos a cuatro personas a mi alrededor. El más alto de ellos me dijo bajándose el barbijo que la operación había sido un éxito y enseguida volví al estado letárgico de la anestesia. Sentí mis latidos, nuevos y rítmicos, y con ellos me fui adormeciendo. En mi sueño, si así se lo puede llamar, caminaba de noche por un parque lleno de hojas secas. Lo hacía con cuidado, como queriendo escapar en vano de sus crujidos. Alguien detrás mío, sin la misma delicadeza, se acercaba rápido y sus pasos sonaban como si llevara borcegos. Ante su inminente presencia, más por rendición que por valentía, me di vuelta y lo enfrenté. Tenía el rostro huesudo y sus ojos eran tan grandes y oscuros que parecían dos cavidades craneales. Sentí algo filoso entrar en mi cuello, al principio frio y después tan caliente que quemaba. Desde el piso y con mis manos llenas de sangre, pude verlo revisando mis bolsillos. Me desperté con el movimiento de la camilla. Mientras la enfermera me llevaba a no sé dónde, me quedé contemplando su corpiño de encaje blanco que podía ver entre los botones de su delantal. Sus pechos eran el subterfugio de una alucinación que se repitió cada noche y en la que cada vez se me revelaban más detalles, como cuando se presta atención a algo nuevo pero ya existente por el simple hecho de conocer lo anterior. Cuando descubrí cuál era el parque en el que había sucedido no dudé en visitarlo. Recorrí ese mismo camino, guiándome por los monumentos y los bebederos, hasta que encontré en el piso una gran mancha roja suavizada por el pedregullo y las pisadas. En pocos minutos consultando mi teléfono descubrí que allí habían matado a alguien. Cuando leí su nombre sentí una fuerte presión en el pecho, como si me hubiesen puesto una piedra pesada encima que me impedía respirar con normalidad. La policía se mostró escéptica pero era tal la presión social por atrapar al asesino que aceptaron construir un identikit a partir de mi relato onírico. Con él, capturaron algunos sospechosos y me convocaron a una rueda de reconocimiento. Pasé entre los periodistas que, incrédulos e irónicos, me preguntaban si había soñado con otros crímenes, si pretendía resolver así otros asesinatos. Enseguida lo vi a él. Era el más alto de los cuatro. Parecía mirarme a través del espejo. Dudé un instante, pero el policía que tenía a mi lado me dijo que me quedara tranquilo, que era imposible que me viera. Me levanté de repente y me pegué al vidrio, alternando mi mirada entre el policía y ese otro rostro de ojos oscuros y mejillas hundidas. Una incandescencia de recuerdos sentí atenuarse y liberarse a través de los puntos de mi cicatriz, dando espacio a una nueva vida.