Paseaba con Bruno, mi labrador, de camino al lago. Este iba inquieto, ladrando. Al llegar, comenzó a olisquear y a lamer un bulto en la orilla. Impresionada, lo aparté y vislumbré que se trataba de Cloe, mi vecina. No éramos amigas, pero era una buena chica.
Llamé a mi novio Marc; forense e investigador aficionado. Al rato, el lago se llenó de gente cotilla y policías. Lo extraño fue cómo apareció el cuerpo de Cloe: desnudo, pintado de negro y enroscado. Dentro de un dibujo semejante a un ojo, ella era la pupila. La tenue luz que la envolvía, de un precioso y suave añil misterioso, causaba más intriga.
La trasladaron a la morgue. El exhaustivo estudio practicado sobre su cuerpo no mostraba ni heridas ni golpes ni sangre; nada por lo que pudieran determinar si estaba viva o muerta, pero el puño derecho cerrado revelaba que algo escondía. Efectivamente, al abrirlo, un objeto en forma de estrella: curioso, metálico, ligero. Sus aristas emitían un halo de luz añil que invadió el habitáculo, dando paz, como un estado melancólico.
Llegó un equipo de refuerzo para ver si podían esclarecer el caso. Se investigó al milímetro cada parte de su cuerpo. Ella no respiraba y sus pupilas mostraban el mismo color añil del objeto. Pulso tenue, latidos del corazón lentos y actividad cerebral baja. Todos estaban estupefactos ante aquella situación; no podían darla por muerta, pero tampoco estaba viva. Su diagnóstico: estado catatónico.
La policía interrogó a los más allegados.
La abuela: Soberbia y autoritaria, había ejercido de madre y sometido a Cloe a su antojo. Esa noche habían discutido, pero ella se había acostado antes de la llegada de su nieta.
Su novio Eliot: Tras haber tenido Cloe una nueva riña con su abuela, él la había tranquilizado. Sobre las doce, la había llevado en coche a casa.
Los vecinos: Comentaron haberlas oído discutir y haberla visto regresar pasada la medianoche.
Kala, la vecina: Aquella noche el perro se había escapado, y ella había esperado su regreso. A las seis había aparecido desaliñado y con cierto color añil en su pelaje. No cabía duda: había estado con Cloe.
Bruno seguía extrañísimo, sin comer, agitado y dando vueltas sobre sí mismo. Preocupada con su conducta, regresamos al lago para encontrar alguna evidencia, algo que se les hubiera pasado por alto. El perro escarbó un agujero en la orilla. Yo metí la mano y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Mi sorpresa fue hallar otra estrella más pequeña.
La llevé a la policía, y allí consiguieron encajar ambas. Todo se ilumino de color añil durante un instante y Cloe despertó. Abrió los ojos repentinamente, suspiro y se hizo muchas preguntas. Al mismo tiempo, el comportamiento de Bruno se normalizó.
Ahora tenían guardadas en una urna tan misteriosas estrellas, cuyas puntas se iluminaban con ráfagas intermitentes.
Todo cesó, Cloe se fue recuperando paulatinamente y Bruno también.
El estudio de la estrella y su lugar de procedencia son otra historia por resolver…