El pelo se le estaba mojando por la lluvia a la Sra. Jones. El resultado de tantas horas de peluquería había quedado arruinado en apenas dos minutos a causa del inesperado aguacero. Corrió a resguardarse hasta la discreta entrada de la pensión Reyes. Hacía años que no pasaba por allí y no esperaba que el viejo edificio aún se mantuviera en pie. Pediría un taxi y, con suerte, en media hora estaría cenando en casa.
La recepcionista pareció sorprendida al verla. No debían recibir muchas visitas estos días, pensó.
Mientras le comentaba su situación a la joven, iba tan distraída que no se percató del cadáver que asomaba tras el mostrador. Lo que sí observó a la derecha fue el lúgubre salón, donde en una de las mesas permanecían los restos de una cena para dos y copas de champán apenas intactas. Claramente andaban cortos de servicio si nadie había pensado en recogerlo.
Un fuerte relámpago iluminó la estancia y el cuerpo ensangrentado en el suelo apareció ante sus ojos. La Sra. Jones no fue capaz de contener un grito.
Cuando la detective Anita Rojo llegó al lugar del crimen habían pasado apenas un par de horas. Dos turistas que llegaban borrachos se encontraron la siniestra escena y avisaron a la policía. El cuerpo de la Sra. Jones y el del hombre, que resultó ser el auténtico recepcionista, yacían en el suelo con varias puñaladas cada uno.
Rojo, tras varias horas de observaciones y preguntas, trazó un mapa bastante certero de los hechos. La cena sin terminar le dio la pista que necesitaba. La asesina había pillado a su marido y la amante de este improvisando una velada romántica en la pensión en la que él trabajaba como recepcionista y a la que apenas iba nadie. Le había matado primero a él y había escondido su cadáver tras el mostrador. Cuando la Sra. Jones llegó de forma inesperada fingió trabajar en la recepción y cuando ésta descubrió lo que había pasado no tuvo más remedio que matarla también. Pero, ¿y la amante? No había ni rastro de otro cadáver.
Días después, en su despacho, observaba el reloj de arena que había en la mesa. Era un regalo de su hijo por su último cumpleaños. Y entonces lo recordó: el reloj de cuco en el hall de la pensión. Cuando era pequeña había uno igual en casa de sus abuelos y ella podía pasar horas jugando a esconderse dentro sin que nadie la encontrara.
Al volver a la pensión, lo que encontró dentro del reloj lamentablemente no le sorprendió. Qué fatal destino para la amante, encerrada inerte en la estructura de madera que anunciaba las horas que ella ya no viviría.
Ahora solo faltaba poner en marcha el operativo para detener a la presunta asesina. Con tantas pruebas sería difícil que se librara.
Era una forma curiosa de ganarse la vida la suya, pensó, mientras volvía a casa viendo el mejor atardecer que recordaba en bastante tiempo.