ANTAGONISTA
David Lizandra Ibáñez | JÄGER

El policía uniformado de la entrada le indicó el camino hacia el cadáver con un movimiento de cabeza.
—¿Hay testigos? —preguntó el teniente al pasar por su lado.
—Solo la camarera. —Esta vez señaló hacia ella con el dedo—. La que está sentada en aquel sofá.
A esas alturas de la noche ya no era ningún secreto para nadie la identidad de la víctima; el viejo escritor, un excompañero del cuerpo obligado a una jubilación anticipada por su afición al alcohol en horas de trabajo.
El teniente se acomodó en silencio al lado de la joven. No quiso presionarla. Sabía que, si le daba tiempo, terminaría por contarle todo en cuanto se sintiera capaz de hacerlo.
—No me va a creer —dijo con voz entrecortada unos minutos más tarde.
—Eso es algo que tendré que decidir yo, ¿no crees?
A la chica se le escapó una mirada furtiva al cuerpo inerte del viejo escritor y a su maletín. Carraspeó.
—Viene… quiero decir que venía cada día y se sentaba a escribir siempre en el mismo sitio, en la mesa del rincón. Muchas veces olvidaba aquí su maletín. Sobre todo, los días en los que se bebía más de cuatro copas. Yo siempre se lo guardaba sin hacer preguntas ni reproches. Uno de tantos días me dio por ver lo que guardaba dentro. Eran montones de folios; algunos escritos a máquina, otros a mano, algunos garabateados con anotaciones y tachones. Entendí que era una novela que estaba escribiendo y a mí, aunque no entiendo mucho de género policíaco, me parecía muy buena. Me aficioné a leerla. Comencé a desear cada día que se dejara el maletín para poder leer un poco más. Me da vergüenza contarle esto, pero yo era uno de sus personajes y a mí… a mí… me excitaba leer lo que escribía sobre nosotros. Recuerdo una escena los dos solos, después de cerrar, sobre la barra, en la que… bueno, estoy segura de que era él quién me… ya sabe… claro que él, en la novela, se representaba como un maduro atractivo.
La mujer volvió a echar una mirada hacia el cadáver. Los ojos se le anegaron de lágrimas.
—Ayer fue la última vez que olvidó el maletín. Había terminado la novela. En el último capítulo él muere a manos de un exconvicto al que encarceló unos años atrás. Esta tarde, al comenzar mi turno, me ha sorprendido reconocer al personaje ahí, sentado en esa misma esquina de la barra, ¡estaba tan bien descrito! Él también lo ha reconocido. Nada más llegar, me ha pedido el maletín, ha dejado su novela abierta por la última página al lado de ese hombre. Fíjese, aún está arrugada de cuando volvió a entrar en ella.
El teniente se había acercado al manuscrito. Efectivamente, la última hoja estaba arrugada y en ella se apreciaban con claridad dos huellas de zapatos de hombre.
—Hum —dijo—, este no será un caso fácil de resolver.