Los nichos se alinean en dos alturas con las lápidas decoradas de flores marchitas y pinaza que cubre las repisas. El pasillo de tumbas se dedica a los niños del pueblo. Santiago García las observa, gorra bajo el brazo y la mano derecha sobre su Beretta. Allí de pie, el verde del uniforme parece más oscuro bajo el cielo plomizo.
Frente a él, las fotografías en tonos salmón de las lápidas lucen cuidadosamente picadas. Todas, menos una.
La imagen del niño permanece intacta sobre un pequeño ángel de alabastro. Quién, y porqué. En cuántas otras ocasiones habrán martilleado también aquellas dos cuestiones al agente Santiago. Frente a la lápida, en el suelo, la ceniza de una pequeña hoguera forma dos trazos paralelos unidos por otros más cortos.
—Aoroi, Santiago —la voz de Néstor Rojas llega desde el fondo del pasillo de nichos.
—¿Aoroi?
—Sí. Muertos fuera de hora —aclara el periodista y fiel amigo del guardia civil.
—Murió en un accidente en las vías, las que van pegadas al río. Fue algo extraño. Tiempo después desaparecieron el resto de amigos que estaban aquel día con él.
—¿Nunca se les encontró? —pregunta Néstor leyendo cada nombre grabado.
—Nunca. Se creyó que fue su madre —roza la fotografía Santiago con los dedos—. Pero nunca se encontró nada. Después, ella también se esfumó y de eso ya hace cincuenta años. He sacado la dirección de aquella familia —dice mostrando un trozo de papel cuadriculado.
El vehículo bicolor con el escudo de la Benemérita aparca frente a la puerta. Es una casa estrecha, en tres plantas. Las persianas de listones, sucias y descolgadas, no dejan duda, lleva tiempo abandonada. Con tan solo colocar la mano encima, un chasquido antecede el batir de la hoja.
Néstor camina detrás del guardia y el haz de su linterna por un pasillo sumido en la oscuridad. Una ligera corriente de aire proviene del sótano, subiendo por unas escaleras que descienden desiguales.
Al llegar al sótano, unas baldas sujetan todavía botes de cristal cubiertos de polvo y, bajo ellas, se alinean cuatro tinajas de barro. En la pared de su derecha, sobre un murete de ladrillo mal colocado, se graban los mismos trazos que encontraron en el cementerio.
Una sombra menuda corretea sin levantar el polvo del suelo desde la espalda de los amigos hasta perderse tras las tinajas. Un escalofrío recorre el cuerpo del agente Santiago al acercarse. Coloca sus manos sobre la tapa que cierra la primera y la levanta cuidadosamente. Del interior, una pequeña cabeza emerge flotando en el aceite y Santiago da un paso atrás asustado.
—Aquí están —dice con voz trémula.
A su lado, Néstor sigue los trazos del muro con su mano y, como un castillo de naipes, parte de los ladrillos se desmoronan dejando ver el hueco al otro lado.
—Y aquí tienes a tu culpable.
Al otro lado del muro, junto a más ladrillos polvorientos y sacos de cemento, una osamenta vestida de luto y emparedada a sí misma se sostiene contra la pared.