El madrugador encuentro fue un regalo inesperado. Un cuerpo retorcido con la cabeza señalando al cielo. Párpados abiertos y mirada fija en el infinito. Aquel rostro pedía Instagram. En apenas unos segundos, el pelotón de senderistas apuntó sus móviles y disparó sin piedad, fusilando a instantáneas la estremecedora mueca que precede al olvido. Sangre quieta que revitalizaba efímeramente los perfiles sociales de sus integrantes. El último estertor digital antes de la nada.
Las imágenes se viralizaron en pocos minutos. Cuando los telediarios dieron la noticia del montañés despeñado por un desfiladero de Cantabria, las redes priorizaban nuevas tendencias. A nadie le importaba ya aquel episodio de cainismo rural, donde acababan de detener al principal sospechoso del crimen: el hermano de la víctima. La tarde anterior, numerosos testigos los vieron discutir acaloradamente y a Carlucos amenazando a Vicente con tirarlo por un barranco.
Celos patológicos y un largo historial de trifulcas por una herencia mal repartida lo llevaron a prisión preventiva. Un caso sencillo que sin embargo llamó la atención de Laro Boo, comisionista de pocas ventas de Torrelavega reciclado en detective privado. No lo veía claro. Trataba a Carlucos desde crío y, aunque de verbo explosivo, la pólvora del alma jamás detonó en los puños de su amigo contra paisano alguno. Nunca en sus cincuenta primaveras. Un lugareño ladrador poco mordedor.
Pero nadie daba un sobao por su inocencia. Ni siquiera Amia, su esposa, conocida por olvidar en brazos ajenos el difícil carácter de Carlucos. Laro decidió investigar. Resolver la muerte de Vicente salvaría a Carlucos y supondría una buena carta de presentación para futuros clientes.
Poco a poco fue descubriendo que el finado tenía poco público. Derrochador y crápula reconocido, seducía a las paisanas con regalos y falsas promesas. Arruinado, cambió de tercio poco antes de su óbito, anunciando su compromiso con Tomás, el ricachón de la comarca, saliendo así de un armario pelado para meterse en una repleta despensa. Chancleto, el zapatero, lo odiaba desde que le ganó con trampas una final de bolos en Comillas; no se hablaba con Basilia, la vecina a la que invadió la linde de su finca; le debía dinero a Pedrolas tras comprarle quince vacas tudancas…
Pasaban las semanas. Carlucos marcaba palotes en su celda mientras Laro indagaba sin muchos avances. De fondo no tocaba el típico saxofonista entre claroscuros sino su sobrino Pepín en el prado, soplando “Viento del Norte” con la dulzaina. Y entonces llegó la inspiración.
A Laro le obsesionaba la foto viral del primer plano de la cara de Vicente. ¿Qué miran los muertos? Sin apenas recursos, consiguió desfacer el entuerto tirando de razonamientos deductivos proporcionados por el Cluedo y la inestimable ayuda de sus escritores favoritos.
Los hermanos Kip, la novela de Verne, le dio la clave. Los asesinos astutos matan por la espalda, conscientes del peligro de los optogramas. Esa imagen que la retina fija antes de morir y que logró reconocer tras aumentarla al máximo en su ordenador. Craso error de Amia, la amante despechada.