ARMANDO RICERCA
Laura Organero Willenberg | low_23

Había dos maneras de que un hombre fuera a la moda en Little Italy: camisetas interiores de tirantes o de manga corta. Yo siempre llevaba las de tirantes y pantalones de mezclilla. Con razón me había salido un sarpullido en el trasero solo con asomar el hocico por aquella sastrería de lanas escocesas, pero la prioridad del caso lo demandaba y Armando Ricerca era un hombre de palabra, pensé al entrar al probador y rascarme el cogote.
Esa mañana aún estaba durmiendo cuando Fiona mandó a uno de los críos a despertarme porque había una llamada urgente. Era temprano, antes de mediodía seguro. Al otro lado del teléfono, una damisela de voz nerviosa decía estar segura de que su marido se la pegaba con la dependienta de la tienda.
—Seguro que es una chica de piel delicada y muslos sacados de un anuncio de medias —había dicho la mujer.
Pero en la sastrería no había ninguna dependienta, solo un muchachito afeminado que se había metido hasta el probador para alcanzarme un pantalón dos tallas menor y unos tirantes. Solo hay una cosa más difícil para un italiano que dejar de gesticular: quitarse los carbohidratos. Y yo lo había conseguido.
El muchacho se acercó con un brazalete lleno de alfileres y me coloco las manos en las caderas.
—Siempre hay algún arreglo que hacer —dijo e inmediatamente se agachó.
El chaval sujetaba varios alfileres con sus labios rosados, metía el dobladillo por segunda vez y tiraba de manera repetida de la costura de la entrepierna. Yo no era alto. Había sido mi estatura el motivo por el que no había podido entrar al cuerpo de policía. Ojalá los chicos heredaran la sangre irlandesa de Fiona. En aquel momento me sonó el teléfono móvil. Al sacarlo del bolsillo se me cayó una caja de cerillas que me habían dado la noche anterior en el Club de Origami, el chaval me la alcanzó con cara de admiración y dejó su mano sobre mi rodilla.
—Armando Ricerca vigila de cerca, ¿en qué puedo ayudarle? —dije al coger el teléfono.
—¿Ha conseguido averiguar algo?, ¿es guapa? —dijo ella con voz temblorosa.
—Hola, cariño, estoy en el trabajo, no claro que no hay nadie más guapa que tú.
—Fíjese bien, le digo que esa amante suya trabaja ahí.
—Claro que voy con los ojos bien abiertos, pero te digo, amore mío, que aun así no hay nadie más guapa que tú.
Vi la cara del muchacho reflejada en el espejo. Estaba asustado.
—Se habrá escondido. ¡Paserotti di zucchero! El otro día cuando le pillé hablando por teléfono le escuché decir paserotti di zucchero, dígalo en alto.
—Pero cómo iba yo a decir……
—¡Hágalo, maldita sea! He visto los zapatos con los que viste a esos mocosos suyos, le pagaré el doble.
—Mi paserotti de zucchero, de acuerdo, paserot… ¡Ay! Cuidado con lo que haces, chaval, acabas de pincharme.