Hacía más de una hora que permanecía en la hamaca de la terraza. La contemplación de las cúpulas y las azoteas de la ciudad que tanto estimaba no lo calmaba ahora. Su desazón no le dejaba encontrar la postura más adecuada para tomar el sol. Bebió otro sorbo de su martini. Su mujer debía de sospechar algo porque no dejaba de mirarlo de soslayo, curiosa y preocupada. Volvió otra vez a sus pensamientos, alguna cosa se había torcido en la última operación y se adelantó el mensajero con la información que tenía que interceptar. Si sus sospechas eran ciertas se revelaría su nombre y el servicio de inteligencia lo sabría todo de sus actuaciones en los últimos años. Entonces vendrían a por él ¡Maldita sea, qué pudo pasar!
No aguantaba más al sol, estaba sudando y además el hecho de haber tomado dos martinis, todavía lo acaloraba más. La última toma de contacto en la ciudad había ido bien, qué fue entonces. ¿Quién lo había delatado? ¿Estaría también implicado el presidente de la República? Sabía por su larga formación en filas políticas comprometidas que ante una conspiración nunca se llegaba a desentrañar de dónde surgían las raíces profundas de su gestación. Todo estaba pensado hasta el más mínimo contratiempo.
—Ya no puedo aguantar más me voy a dar una ducha, le dijo a Valeria, mientras se acordonaba el cinturón de su albornoz blanco.
Ésta levantó perpleja la montura de sus gafas de sol y lo miró a la cara.
—Bien querido, llevas bastante tiempo aquí y no estás acostumbrado a tomar el sol.
Cogió el vaso de martini con la intención de apurarlo hasta el final, le dio un rápido beso en los labios a su esposa y cruzó la sala en dirección al cuarto de baño.
Abrió la puerta y le iluminó la luz que se filtraba por la ventana biselada que había sobre la bañera. Toda la estancia aparecía invadida por una gran claridad, en parte por las baldosas blancas que sólo se rompían con una pequeña cenefa griega de color azul.
Dejó el vaso vacío sobre el lavamanos, haciendo un leve tintineo que delataba su nerviosismo y comenzó a afeitarse con sumo cuidado. Después comprobó que la toalla de baño estuviese en el toallero elevado sobre la bañera. Se duchó, ahora estaría vestido en breve para salir al bar, tal como le había dicho a su esposa. Cuando volvió a entrar en el baño para ponerse esa fragancia tan especial con matices de roble que tanto le gustaba, se fijó en el toallero… a un metro veinte del suelo más o menos, calculó con su ojo experto de buena formación militar y eso le dio la idea como un fogonazo en su mente.
Sin pensárselo dos veces enroscó el cinturón de su albornoz en el porta toallas y un minuto más tarde, en sus ojos sólo se reflejaba de forma opaca la pared blanca con cenefa azul del embaldosado griego del cuarto de baño.