ARROZ BOMBA
ADRIÁN AUSÍN MARTÍNEZ | BOMBITA

Nací en la Albufera. Disfruté allí, en una espiga, de una vida plácida. Una cálida mañana de septiembre me fue arrebatada. Avanzó ruidosa una máquina gigante, me engulló y pasé veloz por sus tripas hasta ser escupido al remolque de un camión. Luego me descargaron sobre una gran pila de grano, me procesaron y acabé metido en un paquete con una singular etiqueta: ‘Arroz Bomba’. Viajé de Valencia a Getafe y permanecí una semana en la estantería de un veinticuatro horas. Así llegó la tarde de autos. Un hombre desgarbado entró al negocio, avanzó directo hacia la cajera, una joven hermosa, y la apuntó con su pistola. Solo dijo dos palabras: «La pasta». Ella miró nerviosa y obedeció. Puso sobre el mostrador un puñado de billetes, que él guardó rápido. Luego, oh terror, vino directo hacia mí. Leyó en alto mi nombre, sonrió y me guardó en una bandolera que cruzaba su torso. Me acompañaron un bote de salsa de tomate, un cartón de seis huevos y un paquete de salchichas. No pude ver qué hizo la joven, pero el caso es que él se giró brusco hacia ella y disparó. Sentí su cuerpo caer desplomado. Sentí luego unos pasos acelerados, las bisagras oxidadas de la salida y el motor de un coche con un rugiente sonido de tubo de escape. Sentí, también, la muerte de la guapa cajera mientras mi vida iba a toda velocidad hacia un lugar indeterminado. «Mira que ir a acabar en el estómago de este hijo de la gran puta», pensé.
El coche aparcó sobre un suelo embarrado. Escuché un guirigay de gallinas y unos ladridos amortiguados. Después más bisagras, unos fogones y el inconfundible eco de una botella de vino recién descorchada. Cuando me quise dar cuenta, salté al vacío junto a un puñado de compañeros. Caímos sobre un lecho aceitoso, donde crepitaban ya dos ajos y un par de salchichas. Fuimos lanzados con violencia unos contra otros impulsados por una paleta de madera y cuando creíamos que íbamos a vomitar nos cayó un chorro de agua caliente encima. Entonces aporrearon la puerta al grito de «¡Policía!».
El atracador no se inmutó. Tomó su revólver, avanzó unos pasos y disparó. Seis detonaciones, a través del aglomerado, que dejaron al instante dos muertos más. Así de fácil. Me hirvió el almidón. Hay que parar a este malnacido. Si no, ¿cuántas muertes inocentes más provocará? Mi vida, a su vez, agonizaba. La de mis colegas, también. Hablé con ellos. Hablé con las salchichas. Hablé con los ajos. A los primeros, mis semejantes, les recordé su nombre de guerra, ese que reza en nuestro envoltorio. A los otros les detallé mi plan. Todos aplaudieron. Mejor morir matando que nutrir el estómago de un indeseable. Solo teníamos que concentrarnos al máximo y aguardar el punto de ebullición. Así fue. Cuando el asesino aproximó su tiznado rostro al cazo provocamos, unidos, la gran explosión. Fue una muerte bomba.