El primer mensaje lo encontré en la última página de una novela negra, mi género preferido. Era una cuartilla blanca doblada por la mitad y el texto estaba escrito a mano, una mano, no me cabía duda, de mujer.
Soy asiduo de la biblioteca municipal y suelo retirar un libro cada mes. No me canso de leer sobre crímenes y misterios, y siempre me reto a resolver los enigmas antes de que el autor me los desvele. Después de tantos años de entrenamiento, reconozco, sin modestia alguna, que tengo buen olfato para detectar al sospechoso.
Cogí la hoja y la leí. Era un texto breve donde la lectora anterior exponía la línea de investigación que había llevado durante la lectura y cómo resolvió, de manera acertada, el crimen. Después, retaba al próximo lector a seguir el juego y proponía un nuevo título.
Me gustó la idea y así empezamos un intercambio de mensajes entre dos lectores aficionados a la novela negra.
Al principio estuve tentado a averiguar quién sería la persona con la que intercambiaba los escritos cómplices, pero desistí por dos motivos. El primero, meramente práctico: requería pasar mucho tiempo acechando en la biblioteca a la espera de descubrir a mi nueva amiga. El segundo motivo era de índole más personal: me gustaba ese plus de misterio que añadía el anonimato.
Nuestro modus operandi era el siguiente: cada quince días, ella leía el libro y me dejaba la nota. Yo lo leía después y le dejaba la mía. Además de sus conclusiones sobre el caso, ella me escribía el título del siguiente libro escogido.
La mayoría de las veces coincidíamos en nuestras pesquisas, pero en otras, alguno de los dos errábamos el tiro. En el conteo de aciertos iba ganando ella, a la que yo llamaba Ágata; ella me bautizó Arturo, homenajeando así a los dos grandes escritores maestros del suspense.
Llevábamos ya un año con nuestro pasatiempo cuando Ágata se saltó las reglas del juego. El último mensaje no parecía referirse al argumento de la novela. En ella escribía sobre una profesora de mediana edad y de cómo su marido, que tenía una amante, la había asesinado y enterrado el cuerpo en una finca llamada La Solana. Pensé que debía de haberse equivocado de nota o de historia.
Tras la decepción, me llevé el siguiente libro, lo leí y busqué el mensaje correspondiente, pero no encontré ninguno.
Como era verano, imaginé que estaría de vacaciones. Nuestras misivas no incluían detalles personales, así que no estaba al tanto de sus posibles planes.
Seguí acudiendo a la biblioteca y un día, en el tablón de anuncios, encontré un cartel con el aviso de «Se busca». En él se veía la foto de una mujer sonriente, de unos cuarenta años, rubia y con gafas. Era profesora del colegio del pueblo y llevaba desaparecida dos semanas.
No entré en la biblioteca. Me dirigí a la comisaría dispuesto a resolver el asesinato más importante de mi carrera de detective.