Asesinato en Calle de Carretas
Luis Arturo Rueda Varela | Luis Rueda

Fue difícil día aquel martes de febrero. El invierno menguaba con gélidas brisas acompañadas de silbidos solemnes. Era madrugada. Yo había salido a dar una vuelta con Álvarez, mi compañero de la estación policial. Solíamos fumar cigarrillos caminando por la Puerta del Sol mientras divagábamos sobre la vida.

Esa noche, Álvarez cambió el cigarro de siempre por una cerveza, cual fue a buscar a Calle Mayor. Yo proseguí caminando en dirección a Cibeles, dando la última calada.

El dolor de cabeza que aquejaba desde tempranas horas podía afectar mi hacer, pero no que lo afectar mi visión, y menos de tan extraño fenómeno que presenciaba: las calles vacías. Nadie, ni un alma. Ningún ser humano merodeaba, caminaba o regresa a su hogar. Salvo los dos hombres que vi bajo un foco en Calle de Carretas. Caminé hacia ellos, noté que forcejeaban.

-¡Oigan, ustedes dos! -grité- ¿Qué pasa aquí?

Ambos me ignoraron. Peleaban entre ellos, pero no duró mucho. Uno sacó una navaja y apuñaló al otro repetidas veces.

-¡Alto ahí! -ordené.

El de la navaja, tiró el arma y apuró hacia Calle de las Bolsas. Corrí, me acerqué al herido. Era inútil hacer algo; las puñaladas fueron certeras y el hombre desangraba a cántaros. Moriría antes de que llegara la ambulancia. Fui tras el agresor.

Estaba a media calle delante mía. Sus zancadas eran grandes, pero las mías también, de modo que no le perdí de vista. Debió sentir el peso de mi mirada, pues no se la quitaba de encima. El agresor se metió entre callejones buscando confundirme. Yo crecí en estas calles, pobre de él.

Con cada cruce, el agresor perdía velocidad. Lo tenía a tiro. Estando cerca, su cuerpo me resultaba extrañamente familiar: la forma de su espalda, los movimientos al correr… ¿Acaso era alguien quién conocía? Al girar, el agresor se tropezó con un depósito de basura y cayó al suelo.

-¡Levántate! -indiqué, apuntándole con mi arma.

El agresor se puso de pie, se dio vuelta y vi finalmente su rostro: era yo. No podía creer lo que estaba viendo. Los ojos, los labios, el pelo… hasta la herida en la mejilla. Idéntico. Pero ¿cómo? En provecho de mi asombro, el sujeto huyó.

Al instante de perderle de vista, sonó mi radio, era Álvarez:

-«Morillas, hay un muerto en la Calle de Carretas. He llamado a la ambulancia. Ven enseguida».

Traté de reponerme para contestarle a mi compañero. Ordenaba en mi cabeza todo aquello para contarle del asesinato y la persecución sospechoso, pero ¿cómo explicarle que era igual a mí?

De algún modo, llevé mi mano a la radio y presioné el botón, sin embargo, no hablé. Sentía la mano pegajosa. Solté la radio y extendí el brazo hacia la luz y vi algo peor que mi copia: la mano llena de sangre. Las dos, de hecho.

-Qué carajos… -susurré, consternado.