Asesinato en el Café New York
He hablado con la policía y no he confesado nada, porque no me importa realmente. Suelo pensar que Camus estaría muy orgulloso de mí. Orgulloso y casi feliz de verme cada vez que desestimo mi deber civil o hago uso de mi estupenda negligencia social.
Estaba sentado en el balcón del café, y podía ver en la planta baja la puerta giratoria de cocina, donde salían los postres en sus bandejas de plata. Nada pasaba aún, pero algo estaría a punto de pasar. Bebí mi café y luego pedí un shot de whisky escocés. Estaba con mi mujer y ella me contaba cosas y yo le contaba cosas a ella. La puerta no dejaba de abrirse y cerrarse lo que era doblemente atractivo. Porque de estar atento uno veía, una especie de secuencia de cine continuado, o, a lo mejor viñetas de un comic neoyorquino.
Los vi besarse con mucha sangre, (al pastelero y al camarero). P sujetaba a C y lo aprisionaba en la máquina que lava platos, y allí estuvieron un buen rato. La puerta volvía con su virtud, a enseñarme el paso del tiempo. En un tercer o cuarto giro vi a P estallar su gorda cara sobre una blanda tarta de queso, pero no logró perturbarme. C abrió la puerta por última vez y se arrastró, con un picahielos hundido en el pecho, por las rojas alfombras del servicio, hacia las escaleras. Un grupo de turistas que hacían fotos empezaron a gritar y dejaron caer sus cámaras en el acto.
Me quedé pensando en la cantidad de armas que aguardan en una cocina cualquiera. (Cucharas, cuchillos, cierras, planchas, aceite hirviendo y ese tipo de cosas). Nos retuvieron a todos allí un buen rato, se llevaron el cadáver en una brillante bolsa negra. Lo bueno de todo esto —le dije a mi mujer— es que no tuvimos que pagar el desayuno. La declaración de mi mujer al igual que la mía fue insignificante. Nos retiramos del establecimiento y prometimos estar al pendiente, por si recordábamos algo.
Esa misma noche seguimos con nuestras dulces vacaciones. Nos maravilló el Parlamento, Budapest vale la pena. Oímos a sus cuervos cantar o gemir o algo así, y la noche era deliciosa y fría. Fuimos a casa e hicimos el amor.
En la mañana siguiente los diarios nos daban la noticia. Y escribían, en primera página, accidente laboral. El camarero cayó sobre el arma y murió al instante, lo confirmó el principal testigo del caso, el pastelero. Al que llamaremos P. Y esta es la verdad.
Volvimos a Madrid terminado el fin de semana. Han pasado un par de meses y sigo pensando, que el Señor Camus estaría muy orgulloso de mí. Orgulloso, casi feliz.