Miré la mano que sujetaba el arma con la que apuntaba a su cabeza. Temblaba.
Allí lo tenía: tirado en el suelo, con una bota del treinta y siete contra la yugular de su cuello y con un cañón virgen sujeto por un alma no tan virgen. Hubiera querido no titubear y freírlo a tiros. Pero la placa que guarecía mi corazón no solo me servía de escudo: era el lema que siempre había guiado mi vida.
Marcial Nauseabundo (nunca mejor calificado) había pasado años huyendo de la justicia. Secuestrador y violador de niñas, ni más ni menos… oficio heredado de su padre, del que había heredado también nombre y apellido.
Marcial Primero había sido abatido a tiros, diez años atrás, por un policía conmemorado por los años de servicio y por su virtud: mi padre. Justo los mismos años que me había costado atrapar a su maldito vástago.
Diecisiete niñas secuestradas, arrancadas de sus familias, violadas, martirizadas y maltratadas durante meses hasta que las desechaba y avisaba de su paradero. Apresarlo se había convertido en mi único fin. Había pisado sus talones muchas veces, pero siempre había conseguido huir. Las palpitaciones recurrentes, las ausencias, los mareos, los dolores de estómago y la alopecia eran las apoderadas de mi cuerpo en los últimos años.
El lunes pasado desapareció mi hija menor. Salió a pasear con sus amigas a la calle mayor para festejar la tarde soleada. Cerca de las ocho tenía que haber regresado pero, al ver que no avisaba por la tardanza, llamé a cada una de ellas. Ninguna sabía nada. Se habían acompañado una a las otra hasta llegar al portal, donde se quedaban las dos últimas: la vecina de abajo y mi hija.
Activé la Unidad. Toda la brigada se unió para dar caza al cazador. Marcial me había amenazado varias veces, y sabía que algún día intentaría cumplir su palabra.
El azar estuvo de mi parte. Aquella semana, gracias a un chivatazo, conseguí poner un localizador en el coche que acababa de adquirir el miserable. Rastreamos el vehículo y lo localizamos a unos cien kilómetros al norte de Madrid. El dispositivo disponía de agentes en todas las zonas y de inmediato se pusieron controles en las salidas.
Pasados unos cuarenta minutos, nos llegó un aviso: acechaba por la zona de Somosierra. Había sufrido varias intentonas fallidas de escape que lo habían obligado a dar vueltas por los municipios de los alrededores.
Una hora y cuarto tardé en acosarlo. Una vez acorralado por varios vehículos oficiales, se dirigió a una antigua fábrica abandonada. Saltó del coche en marcha, dejando que un choque frontal lo parara. Mis compañeros comprobaron la supervivencia de mi hija y me lo comunicaron por la emisora mientras “echaba el bocio” corriendo detrás de aquel desalmado. Nunca mis zancadas dieron tanto de sí, ni mis respiraciones fueron tan provechosas ni mis ganas, tan poderosas……
Por fin cacé al cazador; cerré los ojos. Olvidé por unos instantes el raciocinio y llené de pólvora su arma destructora.