El Conde de Chotenburg, caballero de la alta sociedad prusiana, había fallecido de manera inesperada a los 87 años. A finales del siglo XIX la medicina forense estaba poco adelantada y nada hizo sospechar que veinte puñaladas en el vientre, cuatro impactos de bala en el pecho y la espuma verdosa, que le asomaba por la comisura de los labios, tenían algo que ver con semejante luctuoso suceso.
Después de mi abrupta salida de la Dirección de la Policía Secreta de Nueva Silesia para incorporarme a la Central en Berlín, nunca había tenido un caso tan importante como aquel. Era el momento de reivindicarme, dejando atrás las falsas acusaciones de perseguir desnudo a la mujer del Superintendente. Gracias a Dios y a la intervención de mi padre, ministro del interior, la cosa solo quedó en un traslado forzoso.
Fui el primero en recibir el aviso y llegar a la escena. Desde el primer momento, en contra de la opinión de mis colegas, comprobé que aquella no había sido una muerte fortuita. Alguien había asesinado premeditadamente al Sr Conde, haciéndonos creer que había sido muerte natural o un suicidio.
Después de escuchar las coartadas de los familiares y personal de servicio que estaban presentes en el Palacio Fluhendorf, residencia habitual del conde, llegué a una conclusión.
Tras las exequias, me cité con todos los allegados del difunto en el despacho de Günter Grasse, su abogado y albacea, para la lectura de sus últimas voluntades. Al comprobar sus reacciones, descubriría al culpable.
Reunidos en su oficina de la calle Scroten strase, Günter comenzó solemnemente a leer el testamento:
– A Hildegard, mi adorada hija, le dejó el Castillo de Neuschwanstein. A Otto, el depravado de mi hijo, le dono mi colección de fotografías eróticas de mujeres enseñando los tobillos. Brunilde, mi amada esposa, con la que conviví durante tantos años, le dejo eine ganz große scheiße*. Por último, a Brillitte, la joven doncella sueca que tan bien me cuidó y tantas alegrías me dio en los últimos años, le cedo la Baja Sajonia y la Cuenca del Rurh. No le puedo dejar Westfalia, porque es de mi primo Klaüs.
Todos se decepcionaron con el reparto, pero una persona se enfureció, aunque intentó disimularlo. Hans, el mayordomo personal del señor conde, había leído una copia del testamento en el despacho del señor y comprobó que no le dejaba Westfalia como le había prometido durante tantos años, básicamente porque le había mentido en la menudencia de su propiedad. Cegado por la ira y el rencor, aprovechando sus conocimientos en medicina y el manejo de las armas mientras sirvió como sanitario en el glorioso Ejercito Prusiano en la guerra de la Sexta Coalición, asesinó a sangre fría al Conde de Chotenburg. Al ser engrilletado por dos inspectores de policía grito: “abajo la aristocracia, viva la revolución”. Fueron sus últimas palabras antes de ser ejecutado en La Rueda.
* una gran mierda.