El fado seguía sonando en el antro de la calle 43. A pesar del disparo, del olor a pólvora y del golpe seco en el suelo, aquel viejo y puro cantar mantenía la atmósfera intacta. Murmullos precavidos, tintineo de vasos. De las manos de algunos de los miserables desperdigados por el local ascendía un hilo denso de humo. El resto las mantenían ocupadas con sus compañeras, como solían decir ellos. Tú, morena, la de la dentadura blanca, hoy te he soñado. Ven aquí. Y todos la miraban como perros hambrientos. Incluso entre la calaña hay clases.
La puerta se abrió, y parte del nubarrón habanero que se había formado huyó despavorido. Dos hombres se plantaron en la entrada. De fondo, un lamento portugués pedía ayuda para afrontar las desgracias de la vida. Se desabrocharon las gabardinas y el de la derecha, el más alto, se quitó un sombrero azul oscuro. Lo colgó del respaldo de una silla como un perro que mea en una esquina, y así el antro se rindió a sus pies. Dónde está, preguntó con dureza. Nadie se atrevió a responder, aunque era evidente que todos ellos conocían la respuesta. Os ha preguntado que dónde está, repitió el perrito faldero con afán por ser útil. Un hombre ya entrado en años, de barba blanca y piel cuarteada, señaló hacia el baño. El inspector se encaminó hacia allí, despacio, disfrutando del poder que desprendía. Pisó un charco de sangre que asomaba por debajo de la puerta, pero no se inmutó. Sin apenas tocar el pomo, abrió, y allí se quedó, en el umbral. A sus espaldas, todo el bar le miraba con respeto. Se preguntaban qué pasaba por su cabeza. ¿Estará reconstruyendo la escena? ¿Sabrá ya qué calibre le ha reventado el ojo a la chiquilla? ¿Le dará asco? ¿Le dará morbo?
Pero la realidad era otra. El inspector se había quedado helado. Estaba pálido, y todo el ego le había abandonado al encontrar en él una profunda grieta. Miraba al cadáver sin apartar la vista. No era la primera vez que veía algo así, pero no estaba preparado para ver el cráneo perforado de su hija. Tan solo le quedaba un ojo azul, ese azul que tanto le gustaba y que tanto amaba, aunque estaba rojizo e irreconocible. Parecía llorar. Hija mía, pensó él. No llores, pequeña. Lo pagarán. Todos estos cabrones lo pagarán. Voy a matarlos. ¿Quién te lo ha hecho? Hija mía… ¿Qué le digo a tu madre? Te advertí… los mataré… Hija mía…
Se giró y recorrió todo el local hasta desaparecer en la madrugada. Nadie se fijó en su puño apretado, ni en la pena que comenzaba a asomar en sus ojos. Tras esa noche, algunos solo recuerdan la huella ensangrentada que dejó en su huida. Otros, el sombrero de cuero olvidado en la silla, pero todos ellos añoran el tacto de la chica que perdió el ojo azul más bonito jamás visto.