BAILE DE LOS SOLITARIOS
Alexander Hernández Sánchez | Alexander Hernández

Entre nosotros la rutina se ha impuesto como un vicio raro y placentero. Así me acerco a Samia cada noche después de mi asqueroso trabajo. Sin hacer el menor ruido encuentro con mis manos su centro húmedo y luego la penetro sin ningún aviso. Ella siempre finge estar dormida, pero sus gemidos no tardan en delatar su placer.
La historia es la misma desde hace dos años: después de la cena reviso que la casa esté en orden y luego me voy la cama. Ahí la encuentro con los ojos cerrados y el cuerpo blando, simulando el sueño. Da igual si digo que duerme semivestida o semidesnuda, lo importante es que sin dificultad alguna acomodo sus piernas; las aparto como quien quita dos maderos inservibles. Samia no siente nada del pubis hacia abajo, pero sí sabe quién soy yo, también sabe quién era antes de su accidente.
Hace tres años, mi hermano Javier me presentó a Samia, su prometida. Se casaron en marzo para alegría de mi madre y se vinieron a vivir aquí, a Santa Clara. Eran felices, lo sé muy bien porque a veces Samia llora cuando habla de Javier. Meses después, Samia aprendió a conducir y, sin tener permiso todavía, corrió en la carretera Durham. Ella cuenta que fue un camión de construcción el que la sacó de su vía y la hizo volcar por una vereda pedregosa. Lo fatal fue que sus dos hermosas piernas quedaron muertas. Esa es su versión. La verdad es que yo me enamoré desde de ella desde que la conocí y siempre he detestado a mi hermano. En resumen, ella nunca debió manejar el carro de mi hermano, o yo debí planear mejor mi trampa.
Después del accidente, Javier hizo lo que todos haríamos: trató de sobrellevar el asunto hasta que ya cansado decidió abandonarla. Emigró con la excusa de que mandaría dinero para que una enfermera la cuidara día y noche. Así sucedió en los primeros meses, pero un día cuando la enfermera no pudo asistir, yo ꟷcomo buen hermanoꟷ me hice cargo de cuidar a Samia. Esa vez descubrí que, pese a todo, seguía siendo hermosa. Decidí despedir a la enfermera, sin decirle a mi hermano, y cuidar yo mismo a Samia todo el tiempo. Ella trató de comportarse y establecer las reglas desde el inicio, pero poco a poco se dio cuenta de que estaba sola.
Ahora vivimos en completo silencio, satisfaciéndonos sin llegar a la ternura.
Cada vez que la penetro cierra los ojos y crea un murmullo, a veces también llora; en quién pensará sino en Javier, en lo felices que pudieron haber sido en todos los años que aún les quedan de vida. Lejos de nuestra extraña relación, no tengo ningún sentimiento de reproche por lo que piense o diga Samia, su cuerpo me ha hecho entender que no todas las mujeres tienen los mismos sueños. Pienso que a pesar de que Samia y yo estamos juntos, hay una infinidad de cosas que nos separan.