Diana comenzó a rehabilitar la casona del abuelo después de su muerte; había permanecido cerrada diez años. Ningún familiar quería hacerlo, pero a la joven le hacía mucha ilusión, allí nació su interés por resolver misterios, pasando los mejores veranos de su vida con los primos.
Las ventanas, contraventanas y cortinas habían impedido que el polvo devorara los muebles. Gruesas mantas cubrían muebles y adornos que iba clasificando: tirar, vender o guardar.
La del fondo, la mejor, fue la habitación del patriarca; siempre fue una zona de acceso restringido. Abrió las ventanas, descubrió el secreter, la cama y una mesilla de caoba oscura. Levantó la alfombra persa pensando que la vendería bien, pero al pisar las viejas tablas, crujieron por su peso dejando en evidencia una trampilla. Excitada por la curiosidad la abrió rápidamente hallando un cofre con un candado del tamaño de su mano. Se moría por saber qué secreto ocultaba. Revisó cada cajón del escritorio hasta dar con varias llaves sueltas y un llavero, pero por el tamaño, no tardó mucho en descubrir cuál correspondía al candado.
Encontró fotos en blanco y negro con bordes dentados de varias mujeres con fechas escritas a mano al reverso. Reconoció al instante la letra, esas “eses” rimbombantes eran sin duda del abuelo.
Una de las mujeres era la abuela, no la conoció, pero había visto muchas fotos suyas, su prematura muerte fue un trauma para todos. Era la segunda esposa del abuelo, decían que la primera se fue con otro hombre dejando dos niños pequeños que duraron poco. Seguramente la novia vestida de negro con su abuelo casi adolescente sería ella. Tras la muerte de la abuela, volvió a contraer nupcias con una mora a la que hicieron la vida imposible, se rumoreaba que por eso huyó a Marruecos con su único hijo tras cinco años de calvario. La reconoció enseguida por su exótica belleza. Concluyó emocionada que su abuelo era un romántico perdido.
Mientras tanto, el jardinero que había contratado cumplía con su parte. El solar a cielo abierto, estaba cubierto de hojas y ramas, no quedaba rastro de la cuidada huerta ni las plantas que lucía antaño. Debajo se podía intuir todo un ecosistema.
Contemplando el solar limpio, sufrió una decepción, lo recordaba mucho más grande. Jugarretas de la memoria.
De repente, un lejano flash la trasladó a su niñez, cuando en la base del limonero encontraron trozos de huesos a los que sus primos bautizaron como “El cementerio”. Pero el abuelo les mató pronto la ilusión con su explicación: eran huesos de animales partidos que habían usado para dar nutrientes al viejo árbol cuando había enfermado. Excelente remedio, al final el limonero seguía vivo.
Sin embargo, al quedarse sola, cogió una pala para escarbar bajo las raíces, quería confirmar que aquellos huesos sí existieron de verdad.
Pronto disipó sus dudas hallando muchos fragmentos de huesos. Sus sentidos se agudizaron intentando identificarlos hasta que un inequívoco trozo de cráneo humano resintió para siempre su concepto de honestidad.