El detective Ramírez estacionó y se dispuso a esperar. Iba de incógnito con gafas oscuras, sombrero fedora, y un bigote horseshoe que cada dos por tres se desprendía. Tras comprobar el número del edificio se puso a analizar la foto de la persona a la que debía vigilar. Ramírez, tras una observación minuciosa de su mirada experta en fisonomía criminal, llegó a la conclusión de que se trataba de una persona anodina, vulgar, tan normal que resultaba extraordinaria. Ese hombre corriente se llamaba Juan Morales y el detective no había llegado a comprender las razones por las que tenía que ser investigado. Era sospechoso de algo que resultaba tan confuso y embarullado que Ramírez se resignó a no saber las razones por las que tenía que rastrearle, y limitarse a dar puntual cuenta de sus movimientos que era a fin de cuentas para lo que había sido contratado. Le pagaban sus honorarios por un servicio, y él como buen mercenario obedecía, allá cada cual con sus motivos, ni eran su incumbencia ni le importaban. Poco antes de que diesen las ocho Juan Morales salió del número 17 de la calle Raymond Chandler. Con profesional discreción el detective bajó del hyundai, y empezó a seguirlo a prudente distancia. Morales subió al metro, y Ramírez subió con él. Morales salió en el centro, y Ramírez salió allí también. Morales caminó deprisa bordeando el edificio de Correos, y Ramírez siguió cual sombra su misma ruta veloz. Cuando Morales entró en un edificio de oficinas de la Administración municipal Ramírez supo que éste había llegado a su lugar de trabajo. Ahora tocaba mantenerse al acecho y aguardar. Cuando el reloj de una iglesia próxima daba las doce del mediodía Morales salió a desayunar. Ramírez lo siguió al bar, y mientras se tomaba una caña observó cómo el otro desayunaba un café con un pan tumaca. Ramírez consideró que esa elección era muy reveladora, y que era sintomática de alguien sospechoso. Pagó sin dejar propina, y volvió a las oficinas. A las tres en punto terminó su jornada, y se fue caminando a un parque que había en las inmediaciones. Allí se sentó en un banco apartado, y comió unos sándwiches que sacó de su cartera. Ramírez consideró que su actitud resultaba de lo más incriminatoria, allí había gato encerrado. Luego entró en un supermercado, y compró bananas dominicanas en oferta, y una tarrina de hummus clásico. Eso ya era el colmo, Ramírez ya no albergaba dudas, estaba ante un tipo de cuidado. Después Morales se subió al metro, y regresó a su casa cuando anochecía. Y allí permaneció sin moverse con las persianas completamente bajadas. Tras este elocuente detalle nocturno Ramírez tuvo la certeza de que el sospechoso no era trigo limpio. Lo que el detective no sabía es que él estaba también bajo sospecha, y que el policía González encargado de su vigilancia no le quitaba ojo, aunque no comprendía en absoluto de qué era sospechoso.