Bala y navaja
José María Escobar Argaña | Josesko

El 21 de abril de 2020 un hombre apareció muerto en el rellano de un
edificio ubicado en la calle del Escorial 12, en plena Malasaña.
Una bala calibre 32 le atravesó limpiamente el frontal craneal sin provocar
mayores hemorragias. El plomo se incrustó en el marco de la puerta de
abeto del piso 3A y dejó una muesca algo parecida a un signo de
interrogación. El cadáver llevaba la mascarilla puesta, una FFP2, blanca y
limpia.
En pleno confinamiento, en medio de un estado de alarma férreo, todos los
vecinos se encontraban recluidos en sus casas. Aparentemente, nadie oyó
ni vio nada. Afuera, las calles vacías: ni coches, ni viandantes, ni perros. Y
la lluvia, mecánica, cayendo sobre aquel desierto urbano, casi radiactivo.
El cuerpo, se supo después, llevaba así dos días: rigor mortis. Ya
empezaba a oler cuando Robert Coover, un americano residente en
Madrid, llamó a la policía. Vivía en la única buhardilla, en el quinto piso.
Se presentaron dos agentes y una ambulancia. El cuerpo fue levantado. Un
perímetro de tiza fue trazado en el lugar. Desde la Comisaría General
reportaron que las cámaras de vigilancia no registraron movimientos:
nadie entró ni salió de aquel portal. El asesino/a debería estar por fuerza en
ese edificio. Ser y estar. Presente, entre tanto gato encerrado.
Como en el cuento de Poe -el de la habitación con las puertas cerradas
desde dentro-, no cabía otra posibilidad que detectar en ese único sitio las
pruebas materiales que desvelaran lo sucedido. Salvo que surgieran
argumentaciones metafísicas o paranormales. Pero no era el caso.
Una rápida inspección ocular, llevada a cabo por el detective Nacho
Vallejo, reveló que el americano no solo era el único en todo el edificio a
quien se podía interrogar: era el único que seguía vivo.
Coover fue detenido, acusado de homicidio en primer grado.
El principio de la navaja de Ockham señala que en igualdad de
condiciones la explicación más simple suele ser la más probable. Entonces
muerdes, dice Vallejo. Y si te equivocas, mala suerte.
Luego llegaron más policías, peritos y ambulancias. Agentes con trajes
herméticos de plástico, guantes quirúrgicos y botas de caucho. Todos allí,
en la zona cero del crimen. Y del virus.
El arma, desaparecida, no es del todo un misterio. No para un edificio del
siglo XIX: si sus recovecos hablaran dirían que allí caben, sobradamente,
un silenciador, un cargador y, por supuesto, la pistola entera.
Como en todo edificio vetusto, sus historias no han concluido. Solo que las
víctimas ya no podrán contarlas.