BELLA DONNA
GEMA BLASCO CABRERA | Fíbula

El inspector Vasile Thymotinae despertó de buen humor aquella mañana, hecho inconcebible en su persona. Hombre recio, de semblante serio y parco en palabras, aunque, considerado el mejor incluso por quienes no osaban ni a cruzar el habla con él sin resultar necesario.
Cuando llegó a comisaría le anunciaron la noticia de que en Néotes se había producido otro suicidio, el cuarto en dos semanas. Los cuerpos, cuatro hermosas jóvenes encontrados en idénticas circunstancias. Tanta similitud empezó a resultar de dudosa explicación. Pailo le comentó que la pequeña aldea de Néotes, bordeada por el legendario río Tutus, fue habitada en otro tiempo por dioses de grandeza insuperable, inmunes a cualquier fuerza humana por desmesurada que fuese. Se decía que dichas deidades poseían un elixir sagrado denominado Tecnotaquilato, custodiado durante siglos por diversas generaciones de hechiceras. Después del relato de su subordinado, el rictus amable de Vasile tornó a su agrio habitual.
Vasile acudió solo al poblado, a su experto parecer las personas confiaban más en tranquilo careo, la multitud de tres provocaba recelo en algunos, sus años de experiencia así lo habían confirmado.
Las cuatro muertes se habían producido en caída libre desde la azotea, encontrándose cerca del cadáver, una antigua escoba de paja y palo de fuste, contexto que desconcertaba al inspector. Los escasos habitantes de la aldea eran reacios a hablar, demasiada leyenda para tan poco terreno o tal vez, excesivo miedo.
Interrogó a veinticinco personas. Nada en claro sacó de su indagación, pero Vasile era un sabueso y la presencia de una hermosa mujer en cada pesquisa le hizo sospechar. Los vecinos la observaban temerosos a su paso, con un respeto irracional. Así que, sin dudarlo, decidió preguntar por su residencia y tener una charla con ella.
Acudió a la morada de la bella mujer y, tras topar resistencia a ser atendido, su persuasión a golpe de puerta hizo que le recibiera. Para su sorpresa, la dama se encontraba acompañada por sus dos hermanas, tan agraciadas como ella.
Tras un momento de tensa charla, con relatos dispares y diversas evasivas, al inspector le llamaron la atención una serie de tarros rellenos de un extraño ungüento que, al percibir su olor, resabiado en fábulas de la zona exclamó escandalizado:
—¡Belladona!
—Sí — respondieron las mujeres al unísono —. En tierra de dioses y hechiceras, nosotras, Moiras responsables del destino de los mortales, somos dueñas de la duración de sus vidas y de su muerte. Esas jóvenes fingieron instruirse en brujería, pero, sabedoras de su pretensión por arrebatarnos el trono, les ofrecimos nuestras escobas para que pudieran volar. Y se elevaron hacia el fin.
Sin titubeo ninguno, las hermanas se abalanzaron sobre Vasile que, sobresaltado, desenfundó su arma sin pensarlo. Las mujeres retrocedieron asustadas, momento en que el inspector aprovechó para pedir refuerzos y conseguir detenerlas.
Cuentan que antaño las brujas untaban ungüento de belladona en las escobas y fantaseaban alcanzar el vuelo.