La anciana, con innumerables arrugas, ha superado claramente los ochenta. Me habla y mira firmemente, para asegurarse que comprendo la situación. Cada tarde, trae la cena a su hijo y a su nieto. Pero hace tres días nadie le abrió la puerta y ella dejó el táper en el suelo. Al día siguiente regresó y el táper ya no estaba, pero tampoco su hijo le abrió. Hoy ha regresado y el táper nuevamente ha desparecido y siguen sin responder.
—¿Pero cómo sabe si no se han ido a otra parte mientras un vecino le está robando los táperes?
—Mi hijo es un matao, no tiene adónde ir.
Daniel, bastante más joven que nosotros, apoya la oreja en la puerta y pide silencio.
—He oído pisadas.
Llamo otra vez y doy el aviso: «¡Abran, policía!», pero nadie contesta.
—¿Podemos tumbarla? —me pregunta Daniel, que no ha hecho el curso de entrada en domicilio porque se niega a hacer nada extra. Empotro mi hombro contra la puerta, me hago más daño yo que ella. Daniel me imita, pero la puerta ni se inmuta. Nos turnamos, hacemos un ruido enorme, varios vecinos aparecen para ver la que lían los locales. Finalmente, hemos logrado desencajar la puerta por arriba y abajo, pero la cerradura del medio aguanta imperturbable y nosotros también estamos desencajados. El vecino de rellano saca la cabeza por su puerta.
—Si quieren, pueden intentar saltar de mi galería a la suya.
Efectivamente, el instructor avisó que, antes de empotrar, había que preguntar al vecino. Pasamos adentro, bingo: la galería colindante tiene la ventana abierta. Soy yo el primero en cruzar sobre el vacío, es un tercer piso; no miró abajo ni por un segundo. En cuanto estamos los dos en la otra casa, noto un olor extraño. Mi compañero me cubre pero no me tranquiliza en absoluto. Tampoco práctica el tiro. Sólo dispara dos veces al año por imperativo legal, a nadie le importa si hace diana.
La puerta de un dormitorio está cerrada, y un haz de luz pasa por debajo. Abro lentamente con la pistola al frente. Delante me apuntan también las manitas de un renacuajo imitando una pistola. Lleva puestas unas gafas de realidad virtual, completamente inverosímiles en un piso tan humilde. Recuerdo una denuncia de la semana pasada de robo de un equipo completo. El chico no nos ve, pero lo que lo que le aparece a izquierda y derecha lo tiene en tensión. En una esquina, tres táperes sucios forman una torre. Lentamente, le retiro las gafas, nos mira perplejo, parpadea, no sabe si somos reales o ficción.
—¿Dónde está tu padre?
—Durmiendo.
—¿Desde cuándo duerme?
—Aún no se ha despertado.
—Daniel, quédate con el chico.
Entreabro la puerta del otro dormitorio. El olor es insoportable. Vislumbro una estantería llena cachivaches obsoletos. Reconozco un reproductor Betamax con sus cintas de vídeo, salido de alguna denuncia muy muy lejana. Sobre la cama me espera el cadáver caduco.