Bienvenida, Elvira
TAMARA GARCÍA GARCÍA | Mararía

Elvira se agachó súbitamente y escondió su hallazgo tras la cintura. Escuchó un crujido y ahogando una exclamación, abrió la boca y entrecerró los ojos: “¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?” Se santiguó con la mano libre, a la vez que apretó con fuerza el botín. Tomó conciencia de su artrosis cuando, torpemente, se agazapó tras los cubos de basura. Escuchó los susurros de una conversación que se acercaba. “Son ellos”. Aquella certeza la atravesó como un rayo y el miedo la estremeció. Levantó la mirada hasta toparse con el reloj de pared, y confirmó que eran las dos de la madrugada. Calculó que llevaba nueve horas sentada en el cuartucho de las herramientas, y apenas cinco interminables minutos agachada tras los cubos. Acababa de cumplir 82 años y le estaban matando las rodillas. Se dejó caer de culo contra las frías baldosas y sintió alivio. “Por favor, virgencita, no dejes que me encuentren y termine como este”. A escasos metros, el cuerpo del orondo vecino del segundo, el bueno de Ramón, continuaba inmóvil, rodeado por un viscoso charco de sangre.

Todo comenzó la tarde anterior. Elvira se había descubierto observando con cierto regusto de satisfacción a Ramón, que aliviaba su gran cojera mediante una muleta. Fue la mirada de quien se consuela y se dijo que, a pesar de los pesares, ella todavía no. Quiso librarse de aquella mirada que la abochornaba y le siguió. El vecino bajó al sótano y sorpresivamente miró suspicaz hacia los lados y empezó a moverse de izquierda a derecha, hasta que decidió arrojar una coqueta bolsa de tela al cubo de la basura. Elvira bajó un rato más tarde y le echó una atenta mirada al interior. Sin hurtar nada de lo que le pareció la gloria, resolvió dejarlo, por si el bueno de Ramón se arrepentía de aquel sacrilegio extraño. No obstante, también determinó quedarse a puerta cerrada en el cuartucho de las herramientas, por aquello de.

Mientras dormitaba en una incómoda silla de madera, escuchó las voces de tres hombres. Identificó suplicante la de su vecino, rogando más tiempo, mientras las otras, amenazadoras, no atendían a razones. Asustada, escuchó un alarido, un golpe fuerte y seco, seguido de un golpe aún mayor. “Cógele las llaves, lo tendrá guardado en su piso”. Irónicamente, de madrugada, lo que buscaban permanecía justo detrás del cuerpo inerte de Ramón.

Los hombres discutían y trató de agudizar el oído. Aquellos minutos se hicieron eternos, cerró los ojos y le rogó a la virgen de la Fuencisla que se largaran. Si de algo sabía Elvira era que vivir es aprender a despedirse. Desfilaron por su mente las despedidas más sonadas: el atletismo… los amantes, amigos… la hija, Aurora. Al fin, escudriñó el ansiado silencio y se dijo “Qué diantres, no me quiero despedir de esto también”.

Días después, reconoció dos estremecedoras voces en la charcutería preguntando qué le había sucedido al bueno de Ramón. Elvira decidida, recogió el fuet, su nueva maleta y partió sin ser vista.