La mujer sale de su casa y se dirige al ascensor. Se suele mirar en el espejo siempre que coge el ascensor, pero ésta vez le da la espalda. No quiere ver su rostro. Viste elegantemente, como si asistiese a algún evento importante. Su apariencia y gestos de tranquilidad no consiguen disimular su nerviosismo. Sus ojos la delatan, y su piel ha perdido todo color, está pálida. Sus cejas y cabello negro contrastan con la blancura de su tez.
¿Qué le turba? Posiblemente la carta que ha recibido esta mañana por debajo de la puerta que contenía un breve mensaje: “Ha llegado tu hora. Ponte en paz con Dios. Hoy a las 5:30. Ya sabes dónde”. Nada más leerlo, ha reconocido el remitente. Es él, sin duda. La misma caligrafía de siempre, esos trazos puntiagudos y firmes con tinta china azul. A pesar de haber vivido diez años fingiendo, autoengañándose, diciendo que ya estaba a salvo, que no había peligro, en el fondo de su alma encerraba la certeza, el temor, de que éste momento llegaría. No va a oponer ningún tipo de resistencia. Al fin y al cabo, a todo el mundo le llega su hora, por mucho que huyamos de ello. Se dirige a su destino como cordero al matadero para ser degollado.
Sale a la calle. No hace frío, pero el cielo se ha vuelto de un color gris muy oscuro y amenaza tormenta. La mujer se dirige al metro y compra un único billete, sólo de ida. Mira su reloj, que marca las cinco. Tiene tiempo. El vagón está lleno de gente, pero encuentra un sitio. Va pasando la mirada por la gente. Nunca había sentido ésta sensación: es como si todo el mundo supiese a donde va, qué va a suceder. La mujer se incomoda ante las miradas de la gente. Es como si pudiesen ver en lo profundo de su corazón y sacasen a relucir el miedo que intenta ocultar. Le tiemblan las manos y empieza a sudar. Es un sudor frío. Ya no aguanta más, se asfixia ante esas miradas inquisitoriales. Se baja una parada antes y decide ir caminando el tramo que resta.
Curiosamente, el cielo ha despejado un poco. Ya más sosegada, empieza a caminar por el bulevar. Agacha la cabeza para evitar mirar a la gente, por lo que sólo ve la acera y las sombras de los árboles. Camina a paso ligero, agarrando con fuerza el bolso, donde lleva la carta .La gente se aparta a su paso. Cinco minutos antes de la hora indicada, llega al lugar. Debajo de un puente, al lado del río, donde nadie pueda verlos.
Al poco de esperar, la figura de un hombre encorvado y vestido de gris aparece a unos cien metros de donde está la mujer. Es él. La mujer respira hondo y alza la vista. Ha salido el sol. Siente el calor de los rayos en su piel. Al fin y al cabo, tampoco es mal día para morir.