Altiva, con alpargatas desgastadas
caminabas horas y horas
por veredas infinitas
que te llevaban al tajo.
Labios agrietados por el sol,
llagas en tus manos,
piel morena y quemada,
doblando el lomo
con la mirada gacha,
sin una gota de agua fresca
que alivie tu garganta.
No puedes llorar
ni quejarte,
sólo suspirar
y vislumbrar el final de la hilera,
que nunca llega.
Acabas la jornada
y, subida en la mula,
sin aliento, llegas a tu hogar.
No hay tiempo para el descanso,
las haciendas de la casa
sólo son tuyas.
Estás contenta,
has llevado un jornal a tu casa,
¡ mísero jornal !
Se escucha tu alegre canto en los corrales mientras lavas la ropa en la artesilla.
Llora tu niña de pecho y de pañales
y la meces con tus pies.
Tus manos chapotean la ropa.
Calmas su llanto y su hambre
con el manantial de tu pecho,
la leche ya ha empapado tu ropa.
Es hora de abrazar a tu hija
y cantarle una nana.
En su cuna duerme como un querubín.
En la cuadrilla gruñe
el cerdo que crías,
lo limpias y amasas su alimento.
Das de comer a las gallinas
y a los conejos.
Con un haz de leña
entre tus brazos cansados
echas la lumbre para caldear la casa
y hacer el guiso.
No paras de cantar,
me enseñas canciones
que aún guardo en mi memoria.
Y sacas tiempo para hablar con tus vecinas.
En la calle, mientras barres la puerta,
es el momento de ponerte en jarras
y charlar un poco,
con la Erminia,
con la Concen, con la Aurora…
El puchero en la lumbre,
la radio de fondo
con el programa «Elena Francis»
y todos alrededor de las llamas,
ensimismados, esperando la cena.
Mi madre nos prepara
un «ajo mortero» y sardinas fritas.
Es el momento de las risas
o de las penas, depende del día.
Nos miramos a la cara y conversamos.
Y tú, sentada en tu silla de enea,
calentando tu cuerpo
cerca de la chimenea,
con las manos ásperas,
arañadas por la dura rutina,
me confeccionas un vestido blanco
para los domingos,
a la vez que remiendas y zurces
las ropas de tu esposo.
Tu risa envuelve el momento.
El llanto de mi hermanilla
irrumpe el silencio de la noche
mientras dormimos.
Nos despierta.
Oigo a mi madre mecer a mi niña chica.
No se calla.
Mi padre se queja
porque no puede dormir.
Y, con el alma ajada,
mi madre lleva en sus brazos a su hija
para calmar su llanto a otra habitación.
Desea que mi padre descanse,
también le espera una dura jornada.
Al fin acalla su llanto.
Con su hija en su regazo
y con el tierno susurro de sus cantos,
contempla a la sangre de su sangre.
Se entienden con el brillo de sus miradas.
Yo me abandono en sueños
de jardines infinitos
llenos de rosas
y mariposas.
La algarabía de los niños
suena de fondo.