Bruma
Adrián Rodríguez del Rosario | Anomia

Estuve horas buscando pistas en medio de la bruma. Una bruma densa y fantasmagórica que llevaba días envolviéndolo todo. Bastaron dos segundos para devastar toda esperanza de volver a verle vivo. Pero seguir el camino de baldosas amarillas era, por supuesto, inevitable.

Repté con pasos funestos hasta un extraño lugar en el que las calles agotaban sus simetrías. La bolsa de plástico con las fibras de cabello ensangrentado de Héctor era como un amuleto que guardaba siempre cerca del corazón y que me guiaban por aquel sórdido laberinto de cemento y naturaleza muerta.

Por fin, envuelta en una negrura casi paranormal, encontré la puerta sin número del bar El Duende. Entré, con la tramposa valentía de quien ya no tiene nada que perder.

No era un lugar especial. Mi historia tampoco lo es. Es una tragedia más de cuantas salpican esta ciudad marchita. Quería, al menos, sentirme dignificado por lo extraordinario. Pero aquellos rostros yermos los había visto cientos de veces antes; fueron una premonición.

Una foto y un par de billetes. Sí, estuvo ayer. Habitación 4. Aún no la han limpiado. Sólo un vistazo y deprisa. Y el hedor de su mirada era cómplice de todo.

Un trozo de tela de la camisa de cuadros que le regaló Sofía. Un paquete de cigarrillos Winston en la papelera. Unas notas garabateadas en post-it que nunca tuvieron la más mínima oportunidad de llegar a convertirse en carta. Y otra vez esa extraña bruma coloreada por las luces de la ciudad a través de la ventana. Lo demás, si es que quedaba algo, estaría en el contenedor de la parte trasera. Los pasos acelerados acercándose. Ahora, la ciudad me tiene justo dónde quería.