Llevo un buen rato pateando este bosque, pero el tiempo apremia. Ya han pasado más de veinte horas desde que la niña se perdió.
Mi compañero me sigue de cerca, alentándome a continuar. Yo no tengo dudas de que soy uno de los mejores rastreadores que ha existido por aquí, aunque mi ánimo empieza a flaquear.
Llevamos dando vueltas entre rocas y pinos. Incluso algunas zonas las hemos repetido varias veces.
He tenido un rastro fresco durante algunas horas, sin embargo, es como si alguien la hubiese trasladado de repente. Porque una niña no puede flotar, ¿verdad?
La familia estaba almorzando cerca de un lago y luego la pequeña se puso a caminar. ¿Qué o quién la atrajo hasta distraerla y alejarla de sus padres?
Con tan solo cinco años, se trasladó a pie un par de kilómetros. Después, unos neumáticos me hacen extraviar la pista.
Miro a mi compañero y, de inmediato, él sabe que estoy perdiendo la paciencia. Aun así, me insta a ir por el camino que considera más lógico de rastrear.
Algo no me cuadra. Un vehículo de cuatro ruedas no puede transitar de forma fácil por este camino tan escarpado.
De repente, algo llama mi atención. Una mancha de líquido de frenos y unas marcas de neumático se dibujan tras unos arbustos.
Con renovado entusiasmo, acelero el ritmo, dejando atrás a mi compañero, a quien guio con numerosos gritos por mi parte.
Encuentro el derrape del vehículo por el pequeño desfiladero tras los matorrales. Un coche, bocabajo, se halla en el fondo del mismo.
Bajo con cuidado de no ser yo el que comience a dar vueltas, con el peligro del desprendimiento de rocas. Con el culo casi rozando el suelo, llego a una de las puertas del vehículo. No me detengo hasta comprobar el estado de sus ocupantes.
El conductor ha fallecido de un golpe en la cabeza.
Un cuerpo pequeño se encuentra en el suelo de la parte trasera. La oigo respirar. Está viva.
Salgo del coche y no dejo de gritar hasta que se acercan los refuerzos.
Mi compañero llega, después de avisar por radio al resto de policías. Se agacha y recupera a la niña, acunándola entre sus brazos. Está inconsciente, pero sana, al fin y al cabo. Unas simples magulladuras, excepto por lo que ha sufrido por su secuestrador. Eso será difícil de curar.
El helicóptero es el último en ayudar en este rescate. Y yo no me separo de mi compañero ni un segundo.
Me alegro de haber logrado que una familia más pueda volver a reunirse.
A nivel personal, sé que esta noche tendré ración extra de comida y un gran hueso que morder.
―¡Buen trabajo, chico! ―me felicita mi compañero, rascándome tras las orejas. Y yo muevo el rabo de felicidad.