Son momentos como este en los que desearía que mi sombrero estuviera fabricado con alguna clase de material contra el que rebotaran las balas. La oscura noche empequeñece la habitación en la que me encuentro, una patética bombilla ilumina las cuatro paredes, que poco a poco parecen aproximarse, como si el zoom de una cámara nos dejara en primer plano, a mí y a mi atacante. Curiosamente es ahora, estando al borde de la muerte, cuando más siento mis latidos como tambores que azotan la sangre de mis venas. Tal vez es una señal de que, por fin, he aprendido a notar, a valorar, aquello que están a punto de arrebatarme. O quizás, simplemente se trata de una burla irónica, de estas que me planea la vida. Una burla similar al hecho de encontrarme sudando ante la posibilidad de una de mis balas atravesando mi cráneo, acojonado ante un individuo que sostiene mi propia pistola.
Aquel que me conozca, más allá de haber visto mi cara en las portadas, sabe que no me caracteriza el talante ese quejica con el que afrontan la vida la mayoría de hombres de mi edad y estatus. Sin embargo, reconozco, exclusivamente de manera interna, que me está comenzando a cansar el número de chistes a mi costa que plagan y determinan mi existencia. En mi mayor momento de desesperación no puedo evitar preguntarme si he hecho yo algo para merecer estas bromas pesadas, si es mi culpa, en vez de mi deber, estar frente a frente con mi revolver. Sin duda, la forma más humillante para ponerle el punto final a mi historia, fruto de un error de cálculo, muestra de que sin aquel no soy nada.
Me encuentro ensimismado, inconsciente de la escena que se desenvuelve a mi alrededor. Solo sé que, indudablemente, sigo bajo una amenaza de muerte. Me molesta que, tras tantas hazañas que hablan de mi ingenio, no soy capaz de entender qué razón me ha llevado a estar aquí hoy, de pie y exhausto. He sido un hombre leal a mi causa y mis compañeros, un hombre de excepcional inteligencia, un hombre amado y que ama profundamente.
Solamente el pensar en Rose y nuestras aventuras causa en mí un breve consuelo. Breve, efectivamente, pues no tarda en captar mi mirada su cadáver en el suelo, de una belleza suficiente para opacar el resto de cuerpos que yacen junto al suyo. Mis balas se hallan hundidas en los pechos uniformados de azul marino, pertenecientes a esos cuerpos entrometidos, obsesionados con sus normas y sus artículos. Todo ello no tiene importancia alguna, no en comparación con ella.
Llegan las ambulancias y los refuerzos de mi atacante, con sus tediosas sirenas de banda sonora. Mientras me agarran y me empujan hacia la parte trasera del coche empiezo a asumir mi última burla: he aguantado tantos años, esperando una muerte en el campo de batalla, para acabar pudriéndome tras unas rejas.